Los círculos curativos y el amor sin reservas ante la enfermedad

Ante una enfermedad dura y grave la respuesta en su lucha por superarla puede traer esperanza, unión y dignidad humana y mostrar la mejor faceta de nosotras mismas ante la fragilidad.

Jean Shinoda Bolen narra en su libro El sentido de la enfermedad su asombrosa experiencia personal compartida en círculos de mujeres y en un viaje a la India que mira directamente a la humanidad que hay en los enfermos y sus cuidadores.

Los círculos curativos

En un retiro reciente, me senté en círculo con veintiséis mujeres, veinte de las cuales luchaban contra el cáncer; todas ellas atravesaban grandes cambios en sus vidas. El futuro era incierto (como lo es para todos, pero las componentes de este grupo eran especialmente sensibles a ello).

Hablaron de lo que habían sufrido y de lo que aún padecían, de cómo habían sido sus vidas antes del cáncer y de los cambios que habían tenido lugar desde entonces. La mayoría de ellas contaron variaciones de dos historias.

El primer grupo, que mostraba una gran lucidez, se identificaba como adictas al trabajo. Contaban cómo sus profesiones las habían extenuado, no sólo por las sesenta u ochenta horas semanales, sino porque el trabajo era el centro de sus vidas.

La segunda historia describía la extenuación de tener que cuidar a otros. En el período anterior al diagnóstico, esas mujeres se habían ocupado de un padre enfermo, un marido impedido o alcohólico, y a menudo habían tenido que trabajar para mantener a sus familias. Tuve la impresión de que el trabajo y las relaciones que en un principio eran importantes habían empezado a dominarlas, hasta que ya no fue posible desprenderse de ellas, y tampoco continuar manteniéndolas indefinidamente.

El cáncer había hecho imposible que mantuvieran el trabajo o la atención a otra persona como el centro de sus vidas. Les exigió que empezaran a ocuparse de sí mismas y dejaran que otros se encargaran de ellas.

Cada mujer en el círculo era un ser único, pero al sentarnos juntas advertía que cada una de ellas también representaba un aspecto de las demás, y que al hablar expresaba algo que no sólo hacía referencia a ella, sino al conjunto de las presentes. Nos reunimos en un nivel espiritual y confesamos la verdad de cuanto sentíamos y sabíamos por nuestra experiencia.

Llovía y el ambiente era lóbrego, como venía ocurriendo desde hacía semanas; además, una de las fundadoras de la organización patrocinadora había muerto de un cáncer de mama con metástasis apenas dos días antes de nuestro encuentro y otra se había descubierto un nuevo bulto.

Sin embargo, había una calidez emocional y espiritual; era como si Hestia, la diosa de la tierra y del templo, estuviera presente en la llama depositada en el centro de nuestro círculo. Había risas, lágrimas, cariño. El círculo era un crisol alquímico para el crecimiento espiritual, era un receptáculo de apoyo y solidaridad cuyo interior albergaba consuelo suficiente para resistir.

Habíamos abandonado el mundo cotidiano para estar juntas, y parecía que una cálida luminosidad nos inundara y emanara de nosotras, y nos sumergiéramos en el inframundo o en el más allá, rememorando la experiencia humana de sentarse alrededor del calor y la seguridad del fuego, al abrigo de las inclemencias externas.

Asimismo, las parejas que enfrentan una enfermedad mortal que afecta a uno de sus miembros, y que inician juntas el descenso a los infiernos, describen cómo, de un modo inesperado, se vieron sumidas en un círculo mágico de amor y confianza mutua al vivir esa experiencia. Nada se da por supuesto, las emociones se encarnan en palabras y con cada nueva crisis ambos renuevan el compromiso de asistir al otro emocionalmente. Cuando no existe una red de apoyo, la conexión entre dos almas es dulce y hermosa. Los amigos y allegados también entran a formar parte de este crisol alquímico si tienen un espíritu abierto, en una relación de tú a tú donde cada cual advierte el amor del otro. En el momento de la caída se da una conexión que de otro modo no se habría fraguado o a la que no se habría dado cauce.

El hecho de dar y recibir amor incondicional, de ser conscientes de que en ese momento somos verdaderamente amados por nosotros mismos, y que a cambio amamos con toda plenitud, constituye una epifanía humana penetrada por la gracia.

Desde una perspectiva espiritual, al amar sin medida nos abrimos a la gracia. La gracia es esa energía o presencia inefable, misteriosa y curativa que unge los acontecimientos de un aura sagrada y les infunde su alma.

Jean Shinoda Bolen.

Sentir el amor sin reservas

Recuerdo un acercamiento a esta realidad que viví en el Hospicio para Moribundos e Indigentes de la madre Teresa, en Calcuta. Las calles bullían de transeúntes, bicicletas, vehículos de atronadoras bocinas; había puestos y vendedores ambulantes, y el templo de Kali en las inmediaciones.

Mis sentidos se vieron abrumados por la cacofonía de ruidos, los olores y el calor, por la pesada atmósfera que planeaba sobre la ciudad, y por el conjunto visual de todo aquello. Entrar en el hospicio, dejando atrás las puertas y los sólidos muros, era como penetrar en otro mundo de paz y serenidad, un templo fresco y silencioso. Estaba dispuesto como los pabellones abiertos de los viejos hospitales generales, unos para los hombres y otros para las mujeres.

Jean Shinoda Bolen.

Muchas hermanas ataviadas con el sari atendían a las necesidades de los que yacían en camillas colocadas en el suelo. Un voluntario, en el que reconocí a Jerry Brown, ex gobernador de California, lavaba a un hombre que acababa de ingresar. Jamás había sentido tanta paz en hospital alguno. Allí, donde yacían moribundos recogidos de las aceras y los arrabales de Calcuta. Un vehículo hacía rondas diarias para llevarlos al hospicio. Aunque muchos morían allí, otros se recuperaban y podían marcharse.

Los llevaban al hospicio para que antes de morir pudieran verse imbuidos del amor desinteresado y sin reservas, que no proviniera de alguien a quien conocieran personalmente, sino procedente del corazón, el alma, las caricias y miradas de aquellas hermanas y voluntarios que atendían a la belleza de sus almas a pesar de la condición miserable de sus cuerpos y a menudo de sus vidas.

Yacían postrados en sus camillas, y en ese aire imbuido de serenidad respiraban un inefable consuelo espiritual. Me pregunto si aquello no era un vislumbre de cuanto llegamos a sentir en esta vida, del amor sin medida que regocija el corazón y templa el alma, amor divino y sin embargo entregado y recibido por los hombres; la profunda calma que infunden abrazos invisibles; la sensación de ser amados que destilan las suaves caricias de nuestros hermanos para que no temamos y entremos confiados en el umbral de la muerte.

He reflexionado acerca de la idea de que toda práctica espiritual tiene que ver con la vuelta a la inocencia y cómo una enfermedad mortal puede facilitarnos esa tarea, y me pregunto si ese regreso a la inocencia no explica la profunda serenidad del hospicio de la madre Teresa. ¿Acaso esos hombres y mujeres, tan delicadamente bañados y atendidos, que ahora descansan en posición fetal en sus camillas y que morirán en paz dentro de poco, no duermen el sueño de los inocentes?

Los más desheredados, recogidos entre los moribundos e indigentes de las calles de Calcuta para que descansen en una camilla, comparten una experiencia esencialmente parecida con las mujeres en los círculos curativos, o los pacientes de cáncer que acuden a las comunidades curativas como Commonweal o el Centro para el Cambio Actitudinal, o los enfermos de sida que viven en hospicios. Comparten el amor sin medida, y se sienten aceptados e integrados. Como consecuencia de ello, sanan almas destruidas.

En cambio, las expectativas y convenciones de Procusto hacen que resulte imposible que nos sintamos aceptados e integrados. En un círculo de amor sin reservas es posible recuperar lo que tanto nosotros como los demás rechazamos de nosotros mismos. Creo que esto incluye la inocencia con la que llegamos al mundo y que preludiaba el amor venidero.

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