Ancestra Divina, Diosa Madre o cuando Dios era mujer

Merlin Stone, profesora de arte e historia del arte y escultora, explica en su libro Cuando Dios era mujer la historia de la Diosa que, bajo el nombre de Astarté, Isis o Ishtar, reinó en Oriente Medio y Próximo. Fue reverenciada como la sabia creadora y fuente del orden universal, y no como mero símbolo de la fertilidad. Bajo los auspicios de la Diosa, los roles sociales eran sustancialmente diferentes a los establecidos por las culturas patriarcales: las mujeres compraban y vendían propiedades, comerciaban y heredaban el apellido y la tierra de sus madres.

En este fragmento del libro, Merlin Stone explica cómo en el neolítico imperaba la creencia en una única Diosa mujer, con características radicalmente distintas a las que se atribuían a las divinidades masculinas en otras culturas que acabarían imponiéndose.

[Se recomienda la lectura completa del libro para profundizar y completar la comprensión de este fragmento.]

Los artefactos arqueológicos sugieren que, en todas las sociedades neolíticas, y en las primeras sociedades calcolíticas, la Ancestra Divina, a la que la mayoría de autores se refiere como a la Diosa Madre, era reverenciada como deidad suprema.

Ella no solo era el origen de la vida humana, sino que representaba un suministro de alimentos. En 1928, C. Dawson conjeturaba que «la agricultura más antigua debe haber surgido en torno a los santuarios de la Diosa Madre, que se transformaron en centros sociales y económicos, así como en lugares sagrados, y constituyeron el germen de las futuras ciudades».

W. Schmidt, citado porJoseph Campbellen Mitología primitiva, afirma a tenor de estas tempranas culturas: «Aquí las mujeres se imponían; no se limitaban a traer hijos al mundo, sino que eran las principales productoras de alimentos. Al comprender que era posible cultivar y cosechar, convirtieron la tierra en un bien valioso y, en consecuencia, se convirtieron en sus amas. Así conquistaron poder y prestigio económico y social». En 1963, Hawkes añadió que «tenemos todas las razones para suponer que, bajo las condiciones de la forma de vida neolítica imperante, el derecho materno y el sistema de clanes aún eran dominantes, y que la tierra se heredaba a través del linaje femenino».

Aunque al principio la Diosa parece haber reinado sola, en un momento desconocido adquirió un hijo o un hermano (en función de la ubicación geográfica), que también era su amante y consorte. Se lo conoce a través del simbolismo de los primeros periodos históricos y se suele asumir que formaba parte de la religión femenina en épocas anteriores. El profesor E. O. James escribe: «Tanto si esto refleja un sistema primitivo de organización social matriarcal como si no, algo en modo alguno improbable, el hecho es que la Diosa es anterior al joven dios con el que se asoció en tanto hijo, marido o amante».

Este joven fue simbolizado en el papel masculino en la unión sexual sagrada anual con la Diosa. (Este ritual se conoce en el periodo histórico, pero se cree que existió en la etapa neolítica de esta religión.) Conocido en diversas lenguas como Damuzi, Tammuz, Atis, Adonis, Osiris o Baal, este consorte murió en su juventud, provocando un periodo anual de duelo y lamentación entre quienes rendían homenaje a la Diosa. El simbolismo y los rituales vinculados a él se explican con más detalle en el capítulo dedicado al consorte masculino del libro Cuando Dios era mujer, pero dondequiera que aparezca este joven compañero moribundo, podemos reconocer la presencia de la religión de la Diosa; las leyendas y rituales de duelo son extraordinariamente similares en muchas culturas. Esta relación de la Diosa con su hijo, o en algunos lugares con un joven apuesto que simbolizaba a su hijo, se conocía en Egipto en 3000 a.C.; aparece en la primera literatura de Sumeria, se manifestó más tarde en Babilonia, Anatolia y Canaán, sobrevivió en la leyenda clásica griega de Afrodita y Adonis e incluso llegó a ser conocida en la Roma precristiana como los rituales de Cibeles y Atis, donde posiblemente influyeron en el simbolismo y los oficios del cristianismo primitivo. Es uno de los principales aspectos de la religión que salva las vastas extensiones geográficas y cronológicas.

Sin embargo, así como los pueblos de las antiguas culturas neolíticas llegaron de Europa como los posibles descendientes de las culturas gravetiense-auriñaciense, oleadas posteriores de pueblos más norteños descendieron a Oriente Próximo. Se ha conjeturado que fueron estos los descendientes de las culturas mesolítica (en torno a 15000-8000 a.C.), maglemosiense y kunda del norte de Europa. Como se explica detalladamente en otro capítulo del libro Cuando Dios era mujer, su llegada no fue una asimilación gradual en un zona, como parece haber ocurrido con los pueblos de la Diosa, sino más bien una serie de agresivas invasiones que desembocaron en la conquista progresiva de los pueblos de la deidad femenina.

Estos invasores del norte, generalmente conocidos como indoeuropeos, trajeron consigo su propia religión, el culto a un joven dios guerrero y/o dios padre supremo. Su llegada ha sido atestiguada arqueológica e históricamente en el 2400 a.C., pero algunas invasiones tal vez ocurrieron en una etapa más temprana. La naturaleza de los invasores del norte, su religión y su influencia en los pueblos que adoraban a la Diosa son descritos y analizados más ampliamente en los capítulos cuatro y cinco del libro Cuando Dios era mujer. No obstante, el patrón que emergió después de las invasiones fue una amalgama de las dos teologías: la fuerza de una u otra cambiaba notablemente de una ciudad a otra. A medida que los conquistadores sometían más territorios y reforzaban su poder en los dos milenios posteriores, esta religión sintetizada tendía a yuxtaponer a las deidades femenina y masculina no como iguales, sino con un marido dominante que a veces asesinaba a la Diosa.

Con todo, los mitos, las estatuas y la evidencia documental revelan la continua presencia de la Diosa y la supervivencia de las tradiciones y rituales vinculados a esta religión, pese a los esfuerzos de los conquistadores por destruir o menospreciar el antiguo culto.

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