Naturaleza, armonía y zen

Alexis Racionero pone el acento en este fragmento de su libro Darshan en la importancia de permanecer en contacto con la naturaleza a pesar de habitar en la modernidad y en zonas urbanas. Como muestra paradigmática, evoca la tradición del zen y su contemplación y cercanía con la naturaleza como vía para serenar cuerpo, mente y espíritu. Racionero cita al conocido poeta Matsúo Basho, que se adelantó en Asia al romanticismo literario europeo. También encontraremos las acertadas palabras de Alan Watts, pensador que propugnaba por armonizar naturaleza y civilización y no por vivir como seres humanos estableciendo una lucha entre ambas.

Si vives en una ciudad, rodeado de hormigón y con altas dosis de polución, sin apenas ver el cielo, es probable que te vuelvas gris, espeso y sin brillo. Esto sucede en nuestras ciudades, pero también en grandes metrópolis asiáticas como Delhi o Pekín.

En cambio, si habitas en un lugar como Srinagar, entre montañas, viendo el rosado amanecer entre flores de loto sobre las aguas del lago, tus sentidos se colman y tu alma se dulcifica.

Somos lo que nos rodea. El entorno condiciona nuestro paisaje interior. La relación entre nuestro interior y nuestro exterior es absoluta y de doble dirección. No solo importa lo que comemos y consumimos, sino dónde habitamos y en qué espacios nos movemos.

Como demuestran los bellos jardines minimalistas de los templos zen japoneses, su orden, equilibrio y armonía son un reflejo de quienes los habitan y cuidan. Ahí, es el ser humano quien proyecta su estado de ánimo armonioso y equilibrado, para construir un paisaje natural minimalista.

Templo de Ryoanji, Kioto, Japón.

Estos jardines zen sirven como un mandala que expresa un estado de ánimo y, a su vez, como espacios en los que meditar. Su contemplación activa los sentidos y, desde el orden y la armonía, calman nuestra mente.

Creo que cualquier turista que haya permanecido más de diez minutos contemplando los bellos jardines de Ryoanji o Daisenin, ha experimentado esta sensación, aunque las bandadas de visitantes perturben la atmósfera del lugar.

«¡Ah, la frescura!

La luna, arco apenas

sobre el Ala Negra.

Picos de nubes

sobre el monte lunar:

hechos, deshechos.

Sobre Yudono,

ni una palabra: mira

mis mangas mojadas.»[1]

Matsuo Bashō compuso este poema un anochecer al regresar de su visita por tres de los montes más bellos de Japón: el Ala Negra es el monte Haguro, el monte de la Luna es el Gassan, y el tercero, el Yudono. Al mezclar su diario de viaje con breves poemas o haikus, la narrativa de Basho se considera una de las cimas de la literatura japonesa.

Como buen discípulo del monje zen Buccho, su vida y obra concuerdan con el sentido de austeridad y pureza de esta derivación del budismo que tanto ha calado en Occidente.

Su obra es un claro reflejo de cómo el paisaje incide en el alma del ser humano.

En el poema citado, la expresión mangas mojadas se entiende como «con mis lágrimas»: la emoción que el poeta siente al ver la montaña.

Como puede verse, la poesía zen antecede al romanticismo literario europeo en cien años, pues Basho es el del siglo XVII y Byron, por ejemplo, del XVIII.

El paisaje creado por la naturaleza genera una profunda impresión en el ser humano que la habita y condiciona su estado de ánimo. Una clara prueba la tenemos en el vitalismo de los países que cada día gozan del sol y en el existencialismo introspectivo de los que, durante gran parte del año, solo ven cielos nubosos.

En pintura, sería el contraste entre un cuadro de Delacroix y otro de Turner o Friedrich. Por este mismo principio, quienes viven entre las montañas, con aire puro, ríos y árboles poseen menos agresividad, prisas e ira que quienes habitan en junglas de asfalto, con cláxones y rascacielos de cristal.

Tendemos a olvidar que procedemos de la naturaleza y que debemos mantener contacto con ella. Su ausencia nos convierte en autómatas urbanitas con todo tipo de patologías y neurosis. Entonces, queremos pastillas y píldoras mágicas que lo solucionen. Sin tener en cuenta que, simplemente, saliendo a contemplar cómo el viento mece los árboles en el bosque podemos apaciguar nuestra mente y sanar los problemas.

Una solución pasa por vivir en entornos naturales, algo que cada día va siendo más fácil, gracias a tecnologías que permiten el teletrabajo, pero si esto no es posible, podemos realizar viajes y escapadas en busca del contacto con la naturaleza.

Una y otra vez, es posible recorrer las sendas de Oku, al menos esto es algo que me propongo a menudo, por los Pirineos, ya que los tengo cerca.

La naturaleza está ahí esperándonos. El caminante y poeta Basho es el maestro que marca el camino, solo hay que seguir sus pasos, viajando y aprendiendo a escuchar la armonía de la naturaleza.

Personalmente, Basho me alcanza más como viajero y vagabundo errante que como poeta. Su viaje entre posadas, ermitas y monasterios es un compendio del arte de viajar, con bellas descripciones de cómo la naturaleza impacta en el ser humano.

El cuervo sobre el árbol, la luna sobre la cima o el brillo de la luz sobre una piedra pueden transformar nuestro paisaje interior. Para ello, necesitamos preservar nuestros espacios naturales, algo en lo que Occidente va más avanzado, si hablamos de la recuperación de zonas verdes para las ciudades. Asia va unos pasos atrás en cuanto a conciencia ecológica, si pensamos en países como China o la India, con ciudades tan contaminantes como Pekín o Delhi. Sin embargo, Asia es muy rica en zonas rurales y posee grandes espacios bien preservados, como la cordillera de los Himalayas.

Los paraísos naturales siguen existiendo, pese a la amenaza del hombre y, por fortuna, cada vez hay más conciencia ecológica en las formas de activismo propias del siglo XXI. No es tan solo una cuestión de alimentación vegetariana o biológica, sino de acercar tu cuerpo y persona a la naturaleza.

Pueden ser mares, montañas o desiertos y mejor si es un espacio remoto, pero si tu rutina no lo permite, puede bastar un simple paseo en bicicleta que te permita salir de la ciudad para contemplar el cielo al atardecer.

Como dice Alan Watts, no se trata de volverse un ingenuo salvaje que regresa a lo primitivo, renunciando a la vida moderna, sino de integrar ambas de forma equilibrada.[3]

«Uno casi podría decir que lo primitivo es la Naturaleza, pero ambas, la mente y las circunstancias externas en las que el hombre moderno vive, forman parte de su mundo mecánico, artificial e intelectual. Este es un estadio necesario en su desarrollo que precede a una unión que no es el retorno a su condición primitiva, ni tampoco una identificación con ella, sino una cooperación en la que la unión y la diferencia están equilibradas. Este es un sentido orgánico, diferente tanto a la fluidez indiferenciada como a la visión conflictiva. Por tanto, no es tanto una cuestión de “volver a la Naturaleza” o llevar “una vida sencilla”. Ninguno de los beneficios de la civilización debe ser abandonado a favor del retorno a la Tierra, la condición animal liberada del subconsciente; no hay que abolir las formas civilizadas, no están implicadas costumbres y tradiciones, ni el exterminio de la máquina e industrialización, no es preciso reducir la cultura a sus niveles primitivos. Lo que es necesario es relacionar civilización avanzada con naturaleza, no la sustitución de la naturaleza por civilización.»[3]

Las últimas frases me parecen clave. No hay que sustituir la naturaleza por la civilización, sino relacionarlas, buscando un punto de encuentro. Nos pierden los extremos, los polos opuestos, o el eremita ecologista o el urbanita tecnocrático, cuando podemos integrar ambos mundos en una armonía que le haría bien a nuestro cuerpo, mente y espíritu.

Estas condiciones de integración pueden darse en algunas zonas de la costa oeste norteamericana, precisamente donde vivía Alan Watts, una figura fundamental, que todavía no ha- bía aparecido citada en este libro. Watts fue un gurú de la contracultura norteamericana de los años sesenta a quien mis padres tuvieron el privilegio de conocer. En casa, siempre hubo libros de él por todas partes, así que no es de extrañar que fuera una de mis lecturas del final de la adolescencia, poco antes de emprender mis viajes por Asia. Inglés de origen, Watts llegó a Estados Unidos en 1938 y, después de ser capellán episcopal y miembro de la Universidad de Harvad y la Bollingen Foundation, se estableció en su house boat de Sausalito, frente a San Francisco, llevando la American Academy of Asian Studies y dando conferencias por todo el mundo sobre las distintas filosofías orientales.

Watts no tenía ninguna duda de que el hombre de las sociedades industriales capitalistas estaba separado de la naturaleza, y de que, al igual que no podemos vivir escindidos del espíritu, tampoco lo podemos hacer desconectados del entorno natural. Sus palabras hablaban de llegar a la naturaleza cortejándola, no luchando contra ella.

Recuerdo cuando visité la montaña sagrada de Huashan, en China, cerca de Xian. Al llegar a la cumbre, rodeada de templos taoístas, vi la emoción de un grupo de jóvenes, que se quedaban a pasar la noche al raso. Iban todos con prismáticos y telescopios. Pregunté por el motivo de tanto interés, y me respondieron que era la primera vez que iban a ver la luna. Después de casi veinte años viviendo en Xian, no la habían visto jamás.

La naturaleza es una parte muy importante de nosotros y no debemos vivir desconectados de ella. Si la escuchamos como hacen los sabios taoístas, si entramos en comunión con sus vibraciones y aprendemos de su armonía, comprenderemos muchas cosas y sanaremos muchos problemas.

El pintor taoísta, cuando pinta un pájaro sobre una rama o una caña de bambú en el vacío, busca el contacto con la naturaleza. En ello, es de capital importancia el ritmo, saber conectar con la cadencia de la naturaleza, eso que el taichí lleva a la práctica con movimientos corporales ralentizados.

La cuestión es que no podemos describir el orden de la naturaleza en palabras, solo la pintura o la poesía haiku con su minimalismo sugerente pueden hacerlo.

Tenemos que seguir aprendiendo de la naturaleza como han hecho las tradiciones ancestrales. Debemos volver al origen. Aprender de la naturaleza y vivir sintonizados con sus vibraciones, esto es lo que el sabio Raimon Panikkar llamaba ecosofía.

La naturaleza nos marca los ciclos de las estaciones y de la vida, por mucho que la globalización amenace con perturbarla.

En Asia, los Himalayas, en su desbordante monumentalidad, y los jardines zen, en su armoniosa pequeña escala, son los dos espacios que propongo visitar para comprender lo mucho que la naturaleza incide en nuestro estado de ánimo.

Las montañas de los Himalayas nos enseñan lo pequeños que somos y a entender que somos parte de un todo.

Asimismo, los jardines zen muestran cómo el ser humano puede expresar lo que anida en su interior desde la creación de espacios naturales.

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Notas:

  1. Matsuo Bashō. Sendas de Oku. Atalanta, Girona, 2014, pág. 132.

  2. Hay que tener en cuenta el impacto de los preecologistas norteamericanos del siglo xix como Thoreau, Emerson o Whitman, que sí planteaban un re- torno a lo salvaje, cargando contra la sociedad industrial del progreso tecno- lógico, en su revival a mitad del siglo xx, coincidiendo con los tiempos de Alan Watts.

  3. Alan Watts. The legacy of Asia and Western Man. J. Murray, Londres, 1937, págs. 87-88.

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