Educar a los niños mostrando el valor de la ayuda y la cooperación
Nora Rodríguez es escritora, educadora, ensayista y conferenciante internacional en pedagogía e innovación. En este fragmento de su libro Educar para la paz, la autora afirma con convencimiento que en las especies animales hay numerosos ejemplos de cooperación y ayuda mutua que permite su supervivencia y, por supuesto, también en el ser humano. Enseñar a los niños desde esta perspectiva, y no desde la que afirma que solo el más fuerte sobrevive, puede cambiar su actitud en clase y su manera de entender el mundo.
Resulta llamativo que no se enseñe a los niños a observar cómo la evolución favorece la paz en la mayoría de las especies mediante mecanismos de supervivencia basados en la cooperación y la ayuda. De hecho, la cooperación es algo tan corriente en las distintas especies que la evolución pareciera haberla perfeccionado con el único objetivo del cuidado del grupo, por ejemplo mediante el «intercambio de favores», y a cualquier nivel de la escala evolutiva.
En las islas Malucas (limulus), por ejemplo, hasta los cangrejos más pequeños no dudan en ayudar a un camarada cuando este cae de espaldas y no puede volver a apoyarse sobre sus patas por el peso de su carapacho. Entonces no es raro ver cómo sus «¿cangrejos colegas?» lo rodean e intentan rápidamente darle la vuelta empujándole desde atrás para que pueda apoyarse sobre sus patas. Pero incluso, si la cosa no resulta, no dudan en ir a buscar más «colegas» para que la fuerza de muchos les permita alcanzar el objetivo.1 Obviamente, nada de esto es gratuito, todos ellos se están garantizando que cuando estén patas arriba alguien los irá a rescatar, lo cual no niega el papel y la importancia del egoísmo en la evolución. Como tampoco niega que los seres humanos descendemos de ancestros altamente sociales, y de un largo linaje de monos y simios que aprenden y conviven en grupo y no por opción, sino para asegurar la supervivencia de la especie.
De hecho, los seres humanos somos unos seis mil millones de personas en el mundo y no nos llevamos tan mal. Un cálculo rápido y estimado que sugiere hacer el neurocientífico y neuropsicólogo Michel Gazzaniga lo refleja con increíble claridad.2 «Si hay aproximadamente seis mil millones de personas en el mundo, y estas seis mil millones de personas se llevan más o menos bien entre ellas. ¿Significa eso que todos y cada uno de los seis mil millones de individuos se llevan bien los unos con los otros? Si suponemos que en el cesto hay solo un 1% de manzanas podridas de un tipo u otro, eso equivale a sesenta millones de personas que causan problemas a todos los demás. Esto representa un montón de maldad, y si fuese un 5%, se deduce fácilmente que habría trescientos millones de individuos problemáticos en el mundo. Hay material para los informativos por todas partes, y por esta razón queremos saber de estos problemas, no de las alegrías de la condición humana». Pero ¿por qué no quedarnos con el hecho extraordinario de lo que ocurre con el 95% de seres humanos que nos llevamos bien, y que poseemos mecanismos comunes para construir una buena sociedad?
Las noticias negativas sobre nosotros mismos (las que consumimos a diario a través de los informativos, por ejemplo) tienen como consecuencia que a menudo solo transmitamos a los niños que, en el mundo en que viven, únicamente es posible sobrevivir luchando con otros. En términos generales, les mostramos en mayor medida que en el mundo animal el más victorioso es aquel que deja a los demás muertos de hambre y sedientos en luchas inmisericordes. ¿Y qué logramos que piensen y sientan con esto? Que hay una única manera de vivir en este planeta, que solo es posible subsistir si se es el más fuerte, el más ágil o el más astuto, de lo contrario, estás frito.
Les mostramos la lucha hostil por la supervivencia, pero luego les enseñamos a ser pacíficos y educados. Es evidente que los confundimos.
¿Por qué no empezar por mostrarles que tanto los diminutos animales que habitan bajo tierra a la altura de los cimientos de nuestra casa, como los de grandes dimensiones que habitan en la selva, en la pradera, en la estepa o en las montañas, o los que habitan en los ríos y en los mares, incluso los que anidan en las copas de los árboles o en lo alto de los campanarios de las iglesias, es decir, todos, absolutamente todos, también saben cómo vivir pacíficamente en grupo?
Es verdad que hay lucha y exterminio entre las especies, pero también hay la misma cantidad de comportamientos cercanos al apoyo mutuo, a la ayuda mutua y a la defensa mutua entre animales pertenecientes a la misma especie o, al menos, a la misma sociedad. La ayuda mutua y la cooperación es tan propia de los seres vivos como la lucha.
En ocasiones he pedido a niños de siete años que imaginen dos grupos de animales, uno que luchara ferozmente todo el tiempo, y otro que usara estrategias de supervivencia donde todos cuidan de todos. La idea era que explicaran cuál de los dos grupos consideraban que era más apto para sobrevivir en la naturaleza. Las respuestas de los niños no dejaron indiferente a nadie. La mayoría apostaba por la fuerza, la violencia, y señalaba que los animales que podían infligir castigo eran los que tenían más posibilidades de sobrevivir.
¿Hasta qué punto los niños están siendo educados para usar más la violencia que otras estrategias como «stop, no quiero esto», o «no lo hagas, porque no me gusta» para defender su territorio?
¿Por qué se sigue sin tener en cuenta que la infancia y la adolescencia son las etapas de la vida más receptivas y vulnerables tanto para la educación de la violencia como para la educación de la paz, y que hay que cambiar el enfoque con respecto de cómo nos relacionamos y hacemos valer nuestros derechos?
La fascinación por la agresividad también es un aprendizaje.
Explicar a los niños que los animales que adquieren hábitos de ayuda mutua son indudablemente los más aptos porque tienen más oportunidades de sobrevivir como grupo, porque alcanzan el más alto desarrollo de organización corporal, porque aseguran la conservación y el ulterior desarrollo de la especie, y porque les arma de otros recursos capacitándolos para resistir y para protegerse, empieza a ser cada vez más necesario. La antropóloga y primatóloga Sarah Hrdy, profesora de la Universidad de California que ha contribuido a una mayor compresión de la psicología evolutiva, ha investigado y comprobado que en las comunidades de primates y humanas nómadas los bebés con más conexiones sociales tienen más altas tasas de supervivencia.
¿Cómo reaccionan los niños cuando ven y comprenden que la competencia no es la única forma de sobrevivir? ¿Y qué opinan cuando descubren que quizás las crueles luchas solo responden a períodos excepcionales, indicando que la selección natural también busca vías de evitar en lo posible la competencia?
Ciertamente, la mayoría experimenta un increíble asombro. Y más aún cuando descubren que, por ejemplo, nuestra capacidad para vivir en sociedad, nuestro potencial para cuidarnos entre los seres humanos no dista mucho de las capacidades de cuidado y organización de las hormigas.
Al igual que los seres humanos, las hormigas usan sistemas de organización para mantener la paz. Se asocian en nidos y naciones, y acopian provisiones para evitar la competencia. También las aves migran en grupo, tanto para emprender largos viajes como viajes cortos, y evitan así la competencia. Entre los roedores, algunas especies se echan a dormir cuando llega el momento en que debería establecerse la competencia, mientras que otros roedores almacenan comida para el invierno, y se reúnen en grandes aldeas para obtener la protección necesaria mientras trabajan; los búfalos cruzan en grupo un inmenso continente a fin de hallar comida en abundancia; y los castores, cuando alcanzan un número demasiado grande en el río, se dividen en dos grupos para continuar su marcha, los más viejos río abajo y los jóvenes río arriba, para evitar así la competencia. ¿Y cuando no pueden hacer nada de esto, por ejemplo, cómo se evita la competencia? ¡Pues recurriendo a nuevos tipos de alimento!
Acompañemos a niños y a adolescentes a observar la naturaleza y que esta les susurre al oído: «¡No compitas todo el tiempo, tienes muchos recursos para evitarlo y sobrevivir!».