¿Cómo funciona el yo?
En su libro Vacuidad y no-dualidad, Javier García Campayo examina con detenimiento lo que muchos y muchas damos por sentado: la existencia de un “yo” que se corresponde con nuestra singularidad y, al mismo tiempo, con todo aquello con lo que nos identificamos.
Sin embargo, Campayo analiza en este fragmento de Vacuidad y no-dualidad el funcionamiento del yo, basándose tanto en el pensamiento occidental que reflexiona desde el “yo” como desde las tradiciones orientales que lo cuestionan. Como veremos, la supuesta existencia de un “yo” plantea la asunción de ciertos convencionalismos y, también, presenta algunas contradicciones.
En las últimas décadas, el apego al yo en Occidente, así como la importancia y el reconocimiento que se le otorga, son extremos. Hace siglos, había estructuras que limitaban una expresión rampante del yo en exceso, pero actualmente se están debilitando. Son estructuras como la familia o la sociedad (que se consideraban más importantes que el individuo) o el respeto a la tradición (que impedía a las personas más jóvenes sobresalir en exceso sobre los mayores).
La cultura occidental, desde los albores de la religión, defiende una dicotomía basada en una parte de nuestro proceso mental, que es pura y que se denomina «alma», y que, sin una connotación tan religiosa, también se ha denominado conciencia. Existiría otra parte, instintiva y pecaminosa, ligada a las necesidades básicas del cuerpo, como la sexualidad o el apetito. Nuestra vida, según las religiones monoteístas, sería una lucha entre ambas instancias que se establece dentro de «nuestro yo», y, según el resultado, obtendremos una recompensa o un castigo en la otra vida.
Algunos grandes filósofos occidentales han tocado este tema. Así, Kant considera que Dios, Mundo y yo son ideas a priori, universales y necesarias, pero sin correlato empírico, de manera que no producen un verdadero conocimiento. También Hume lo etiqueta como una idea ilegítima y sin correlato empírico. Schopenhauer se refiere a la individuación de la Voluntad, como fuerza que rige el mundo. También Nietzsche considera que el yo es, básicamente, la voluntad. Descartes identifica conciencia con yo y considera que es una naturaleza pensante, lo que quiere y no quiere, lo que imagina y siente. Wittgenstein afirma que el yo es una sombra gramatical, una idea muy similar a la que defiende el budismo, que afirma que el yo solo se sostiene por el diálogo interno.
También la psicología occidental identifica yo y conciencia, como se observa en la teoría del Ello, yo y Superyó de Freud. Esta ciencia dedica un gran esfuerzo a analizar el yo, que podría identificarse con la personalidad. En suma, Occidente jamás se planteó la deconstrucción del yo en el sentido budista, porque siempre mantenía la conciencia/alma, identificada de alguna forma con el yo, como una instancia inmutable.
Pero en la tradición oriental, tanto el hinduismo, sobre todo la escuela Vedanta Advaita, como el budismo consideran como una enseñanza fundamental la no existencia de un yo sólido y permanente.
Por eso, cuando el budismo se extendió por Occidente, surgieron dos grandes corrientes: los detractores, que lo llamaron «nihilista», por considerar que negaba la existencia de un alma o un yo, y algunos «defensores», a quienes cautivó la teoría de la reencarnación, porque era una forma de convertir el alma en eterna. Lo que vamos a desgranar a lo largo del libro Vacuidad y no-dualidad es que ambas visiones son erróneas. El budismo no niega que exista un yo, lo que niega es que exista como nosotros lo percibimos: como un continuo permanente.
El yo convencional
Aunque podamos dudar del yo a nivel filosófico, a nivel convencional no ocurre así, porque es obvio que hay alguien que habla y alguien que escucha. El Buda dijo que podían usarse palabras como yo, mi o lo mío si esos términos no nos confundían (Samyutta Nikaya 1:25; Bodhi 2000, pág. 102). Esta idea dará pie a uno de los elementos clave del budismo en este tema y que, posteriormente, veremos: la distinción entre la verdad o realidad convencional y la verdad o realidad última. Sin la convención aceptada sobre qué es nuestro yo, nuestro discurso sonaría mucho más forzado y reiterativo, porque tendríamos que decir «aquello que habla» o «aquello que está aquí de pie».
Yo o lo mío son palabras que nos sirven para entender a quién asignar el papel de poseedor, o quién siente el control de la actividad que está ocurriendo. Lo mismo ocurre cuando hablamos de otra persona: nos referimos a ella como una identidad. No vale la pena dejar de usar estos convencionalismos, pero siempre sabiendo que no son la realidad última. El problema es que al usar continuamente «yo, mi, lo mío» y al describirnos de una cierta forma, todo eso nos hace creer que el yo es algo real, pero no lo es. Es una ilusión.
El yo como observador
El yo puede estar también identificado con «el observador» de la experiencia que está ocurriendo. De hecho, este es el objetivo de mindfulness: no quedarse fusionado con la experiencia, sino desarrollar lo que en psicología se llama metacognición y en las tradiciones se ha descrito como «el observador».
En los casos en los que asociamos el yo convencional (cuando el cuerpo realiza una acción, como cocinar o subir escaleras, cuando el cuerpo tiene alguna sensación del cuerpo o los sentidos, como sentir dolor u oír un pájaro, cuando tenemos algún pensamiento, como “pienso en el próximo fin de semana”, cuando tenemos alguna emoción, como estar tristes o alegres, o cuando tenemos un impulso, como desear algo, ya sea comer o salir a hacer deporte) puede sentirse qué es el proceso y qué es el observador.
En el caso de la sensación, se puede sentir que «me duele», o que se observa el proceso: «alguien ha pisado este cuerpo y una sensación de dolor es percibida». Con los pensamientos se puede decir «soy agnóstico» o «el observador es agnóstico». Lo mismo con la emoción: «soy feliz» o «percibo una emoción de felicidad». Con el deseo: «quiero ir al cine» o «existe un deseo de ir al cine». Con el cuerpo también podría decirse «tengo cuarenta años» o «este cuerpo tiene cuarenta años».
En las tradiciones meditativas se tiende a desarrollar, como primer paso, «el observador» y a no identificarse con los fenómenos mentales. Al yo se le llama «el personaje», es decir, el conjunto de etiquetas que parecen reales y con las que nos identificamos. Vemos que, pese a la práctica, la tendencia a la identificación es continua.
Las contradicciones del yo
A mis emociones les gusta una chica y a mis deseos, también, pero mis pensamientos me dicen que está emparejada y que no es ético. Surge el conflicto en el yo.
Mi cuerpo ha nacido en España, pero yo llevo viviendo años en Francia y me siento francés. ¿Puede el cuerpo sentirse francés cuando ha nacido en España? Se siente francés la mente, pero ¿no es el cuerpo el yo cuando me duele?
Por tanto, el concepto convencional cuando se dice «yo soy» se refiere a todo este paquete de conceptos; es lo que se denomina «persona» o «yo». Pero si analizamos este concepto de yo, vemos que tiene incongruencias insalvables:
¿Cuántos yoes somos?
Cuando donamos un órgano para un trasplante, ¿damos parte de nuestro yo, o solo es una parte del cuerpo?
¿Nuestras creencias religiosas forman parte del mismo yo que, aquí y ahora, oye el canto de un pájaro?
¿Nuestro yo cambia continuamente, como mi cuerpo, que envejece cada día, o permanece estable, como mi personalidad, que se forjó en la juventud y apenas cambia, según afirma la psicología? ¿O es que ambos no son el mismo yo?
Por supuesto, estas incongruencias han sido descubiertas por los pensadores occidentales. Filósofos de la agudeza de Ludwig Witgenstein afirman que: «el yo es solo una sombra generada por el lenguaje». El concepto del yo es una convención social que nos permite no discutir sobre aspectos como:
La posesión de las cosas: si no hay un yo claro, ¿quién es el dueño de los objetos que uso? No sería fácil manejarnos socialmente a ese nivel, a menos que viviésemos en una sociedad sin propiedad privada, como ocurre con los pueblos cazadores-recolectores.
Las normas sociales: mis acciones son mías y eso tiene una repercusión legal. Si dijese que solo soy el observador de mis acciones y, por tanto, yo no soy el responsable, ¿quién se haría cargo de las consecuencias?
No es un problema usar la convención social del «yo» cuando hablamos entre nosotros para situar dónde está ocurriendo una experiencia (dentro o fuera de mí). El problema es creer que ese concepto existe. Tampoco se niega la responsabilidad del individuo por los actos que comete, ya que, a nivel convencional, quien comete un delito irá a la cárcel. Lo que se afirma, desde la visión profunda que permite la meditación, es que el yo que cree realizar los actos es una pura entelequia basada en percepciones distorsionadas sobre la naturaleza de la mente.
No-self y not-self
En español es difícil ver esta diferencia, pero en inglés sí se puede. El budismo no niega la existencia del yo, porque piensa que existe una cierta sensación del yo, sino que niega la existencia del yo tal y como nosotros la tenemos conceptualizada. En las discusiones de la filosofía budista sobre la no existencia del yo, un tema clave es «entender el objeto de negación», porque lo que se defiende no es que no haya un yo sin más, sino que cualquier objeto al que queramos atribuirle la cualidad del yo no es el yo.
Hay expertos que dicen que traducir «no-self» implica que el no yo se puede encontrar en cualquier sitio, y no es así. También dicen que la ausencia de yo no es nombrada en todo el Canon Pali. Lo que se dice en la tradición budista, y que traduciríamos por «not-self», es que «esto (lo que sea) no es el yo». Es decir, que cualquier cosa que confundamos con el yo (por ejemplo, el cuerpo, la mente, mis actos o mi voluntad) no es el yo. Pero si no hay nada que confundamos con el yo, no se puede rebatir el yo, porque no hay base de negación. Algunos autores expertos en este tema, como Guy Armstrong (2017), piensan que ambas expresiones pueden ser válidas, pero que «not-self» es más precisa. En definitiva: se niegan las identificaciones que tiene el yo en un sentido posesivo: «mis pensamientos», «mis sentimientos», «mis deseos», «mis acciones». ¿Por qué se niegan estas posesiones? Porque el yo, como algo continuo, no aparece por ningún sitio, al margen de esas identificaciones o posesiones pretendidas. El yo es solo una idea o sensación.
El mecanismo fundamental del yo: la autoidentificación
Si alguien te pregunta «¿cuántos años tienes?», y pongamos que contestas: «cuarenta años», lo que estás diciendo es que tu cuerpo, con el que está identificando el yo en ese momento, tiene la edad descrita. No decimos «el cuerpo tiene cuarenta años», sino que «yo tengo cuarenta años».
La tendencia a considerar que somos un aspecto de la experiencia global que tenemos en ese momento lo llamamos identificación.
Imagina que esa persona quiere saber «¿de qué religión eres?», y contestas: «agnóstico». El cuerpo no tiene ninguna religión. Ahí te estás identificando con tu mente, concretamente, con los pensamientos que hay en tu mente. De nuevo no contestas: «la mente es agnóstica», sino «yo soy agnóstico». Te has vuelto a identificar. Pero hay una discrepancia: ese pensamiento seguramente no tiene cuarenta años como tú y tu cuerpo, sino que es muy posterior, pongamos veinte años. ¿Por qué no dices que tienes veinte años si tú eres tus pensamientos? Porque para esa pregunta concreta de la edad te estas identificando con tu cuerpo, no con tus pensamientos.
También nos pueden interrogar: «¿Cómo estás de ánimo?», y puedes contestar: «Feliz». Realmente, es una emoción, un estado de la mente. Por cierto, poco duradero, quizá días o meses, pero no cuarenta años. Lo que pasa es que ahora te estás identificando con la mente, concretamente con las emociones que hay en ella, y no con el cuerpo. No dices: «La mente es feliz», sino: «Yo soy feliz».
Por último, te pueden preguntar «¿Qué deseas hacer por la tarde?» Y puedes contestar: «Ir al cine». Ahora te estás identificando con los impulsos o deseos de tu mente. Por cierto, igual tu cuerpo está muy cansado, porque por la mañana has hecho deporte. Entonces no piensas que «el cuerpo prefiere quedarse en casa», sino que «tú estás muy cansado». Cuando decidas si vas o no, ¿quién decide?, porque tú eres el cuerpo y eres los pensamientos de la mente.
Alguien pasa corriendo a tu lado y te propina un intenso pisotón en el pie. En realidad, han pisado tu cuerpo, pero tú dices: «Me has hecho daño». La sensación de dolor, sobre todo si es intensa, hace que la aparición del yo sea automática. Ahora te has identificado con las sensaciones, que pueden ser tanto corporales (dolor, picor, hormigueo) como de los sentidos (sonidos, olores, sabores, objetos visuales y sensaciones táctiles).
En suma, el yo aparece por identificación con el cuerpo o con los cuatro fenómenos mentales o agregados, como los llama la tradición budista, que son:
1. Sensaciones (del cuerpo y de los sentidos),
2. Pensamientos,
3. Emociones y
4. Impulsos o deseos.
Por tanto, el yo tendría que ser uno de esos cinco elementos o, como alternativa, el poseedor/observador de esos elementos.