El budismo en Occidente ya no es cosa de hippies
Como constata Dzogchen Ponlop Rinpoché en su nuevo libro El buda rebelde, los tiempos cambian y los contextos que una vez definieron una cultura pasan a ser otros, incluyendo la mentalidad de las personas que viven en una sociedad. Por ello, al pensar el budismo en el siglo XXI, de poco sirve emular aquellos años sesenta en los que los hippies descubrían por primera vez las filosofías orientales y se entregaban a diversas prácticas y experimentación. El contexto actual es muy distinto, pero conocer al Buda sigue siendo posible. En este fragmento de El buda rebelde, el célebre maestro budista nos invita a imaginar un encuentro de lo más natural y cercano, en el que podemos aprender pero también ofrecer.
Ahora, estamos al principio del siglo XXI. Mira a tus vecinos: todos los viejos hippies que conducían vochos (escarabajos) hace mucho que se cortaron el pelo y se afeitaron las barbas. Ahora forman parte del sistema contra el que una vez se rebelaron. La generación del amor y la paz dejó su lugar a la de la ambición (los yupis que conducen un auto deportivo). Luego vino la generación preocupada, la Generación X, que heredó más problemas que riqueza. Ahora sus hijos, la Generación Y y más allá, esperan su oportunidad, jugando a videojuegos hasta que les toque dejar su huella.
El mundo ha cambiado y sigue cambiando. No más «amor libre» y todas esas cosas que sucedían sin demasiada preocupación durante la revolución hippie. Todo eso quizá haya sido apropiado en aquellos días, pero los tiempos y la cultura se han transformado. La gente ha cambiado: las necesidades y la psicología de los hombres, las mujeres y las familias son diferentes. Los precios son más altos; las oportunidades de empleo son distintas. Algunos trabajos han desaparecido, y con suerte los nuevos están ocupando su lugar.
Podríamos todavía dejarnos crecer el pelo y la barba y tomar LSD, y también conducir un vocho cubierto de grafitis. Pero ahora todos se burlarían de nosotros y dirían: «¡Mira! ¡Está jugando a ser un hippie!». Nunca nos convertiremos en hippies genuinos solo fingiendo. Ser un hippie no fue únicamente una cuestión de adoptar cierta apariencia o las marcas de cierto estilo de vida. Todo lo que hicieron en ese contexto histórico y cultural tuvo un propósito. Sin embargo, no tendría sentido que adoptáramos esas mismas formas ahora –el pelo, las drogas, el amor libre y la combi–. Estaría fuera de contexto. Sería como una imitación barata, algo que ya no tiene detrás ningún fundamento o filosofía. Estaríamos mejor con la cabeza afeitada, fumando marihuana en casa. Yo creo que mucha gente hace eso de cualquier modo, así que al menos sería más auténtico según los tiempos actuales.
El mundo en el que vivimos en la actualidad es un lugar diferente. Si la enseñanza del Buda va a seguir siendo relevante, no podemos aferrarnos a su presentación según la vieja era hippie. No podemos arrastrarla hasta el siglo XXI sin cambiarla.
Cuando el budismo llegó a Estados Unidos, todo era nuevo. No había una tradición meditativa similar aquí que pudiera dar la bienvenida y absorber las enseñanzas budistas. Para acceder a la tradición y aprender sus secretos, los estudiantes siguieron el camino de la inmersión como la ruta más genuina y productiva. Uno era un estudiante zen, un budista tibetano o un alumno de Vipassana que aprendía las enseñanzas a través de las formas y protocolos de esas tradiciones. Las velas y el incienso, los tazones de ofrenda y las estatuas del Buda, el sonido de los gongs y los cantos en lenguajes extranjeros, los cojines de meditación y los elegantes adornos en las paredes se combinaron para crear un efecto tan bello como contemplativo. También fue un poco extraño, incluso como de otro mundo. ¿Qué fue puramente cultural y qué constituyó la verdadera enseñanza? ¿Quién podía distinguirlo en un inicio?
La máscara de la cultura
Ahora debemos considerar lo que nos ayudará a beneficiarnos de este camino hoy en día. Al igual que no tiene sentido aferrarnos a las formas contraculturales de la década de los 1960, tampoco lo tiene apegarnos a una cultura tradicional budista de Asia y pretender que podemos vivir plenamente esa experiencia de una manera significativa. En vista de que solo estamos en las etapas iniciales de desarrollo de una genuina tradición occidental budista, desde luego aún necesitamos apoyarnos en las culturas antiguas que ya tienen mucha experiencia. Es mucho lo que pueden enseñarnos, pero no debemos ser ingenuos al respecto. No debemos confundir sus culturas con la sabiduría en sí, ni considerar ninguna forma particular como sacrosanta.
Las tradiciones budistas antiguas de Oriente dieron origen a formas culturales poderosas y elegantes. En muchos casos, estas son exquisitamente expresivas de la sabiduría que contienen. En estilo y sustancia, están tan integradas a esa sabiduría, tan en sintonía con ella, que las formas mismas pueden transmitir una experiencia de sabiduría a aquellos que hablen su lenguaje. Pero esto no sucede de la noche a la mañana. Tomó tiempo y el discernimiento de incontables generaciones descubrir y luego refinar estas formas, algunas de ellas bastante elaboradas, capaces de abrirnos una puerta. Sin embargo, una vez que la atravesamos, nos topamos con una paradoja: las formas desaparecen. En el otro lado, no hay estatuas de budas, ni tazones de incienso, ni el sonido de gongs o cantos, ni tatamis o brocados, ni cojines para meditar, ni meditadores. ¿Por qué? Estas formas y actividades son simplemente los medios para entrar a la dimensión abierta de nuestra mente. La sabiduría a la que apuntan no tiene una forma tangible propia.
No puedes sostener la sabiduría en tus manos, admirar sus brillantes colores y ponerla en un estante con tus demás posesiones preciadas. No puedes estar seguro de su color o forma ni de dónde está realmente. La mente que sabe –nuestra conciencia despierta– no tiene forma.
La cultura, por otro lado, es la expresión tangible de nuestra experiencia humana. Nuestra cultura incluye el arte que hacemos, la ropa que usamos, el lenguaje que hablamos, las instituciones que creamos, las religiones que practicamos, los rituales que llevamos a cabo y los conceptos y creencias mediante los cuales vemos e interpretamos el mundo. La cultura es el tejido que mantiene unida y que identifica a una sociedad. Se pasa de una generación a otra, aunque siempre fluye y cambia cuando interactúa con ideas nuevas y con otras culturas.
Es posible ver la cultura como una manifestación de nuestra experiencia humana compartida. No obstante, también es un aspecto de nuestra experiencia individual, una «cultura de la mente». La cultura de la sociedad quizá nos provea de un amplio sentido de nuestra identidad, pero cada uno de nosotros desarrolla un sentido individual de identidad dentro de nuestra cultura. Tal vez seamos «norteños» o «sureños», pero no somos estereotipos. No somos simplemente como todos los demás, incluso en nuestra familia o comunidad. Quizá nos adaptemos hasta cierto grado, pero siempre logramos expresar nuestra singularidad dentro de esa semejanza. Tenemos nuestra propia personalidad, nuestro propio estilo. Cuando nos miramos al espejo, vemos un reflejo físico distintivo. Pero también observamos a alguien que viste de cierto modo, tiene una jerga distinta, gusta de determinada música, comida y películas, y no disfruta otras. Este reflejo también tiene opiniones, creencias y valores, así como hábitos de pensamiento, sentimientos y conducta que nos hacen únicos.
En conjunto, estos atributos son lo que tomamos como «yo» o «mi personalidad». La palabra personalidad proviene del vocablo latino persona, que significa «máscara». Esa máscara es lo que los demás ven. En un sentido, hablamos desde detrás de esta cara. Puesto que poseemos esta personalidad, parece natural expresarla. Todo cuanto creamos –desde nuestra máscara hasta nuestra familia, los negocios, los gobiernos, o el arte– contribuye, a su vez, a la creación de la cultura donde vivimos. De modo que no es difícil ver cómo nuestro mundo y sus instituciones y valores surgen de la mente –mi mente y tu mente, nuestra mente y su mente, una mente después de otra y todas ellas en conjunto–. Quienes somos está conformado por nuestra cultura y quienes somos es lo que la cambia también. Cada persona es una parte del tejido social; recibimos su influencia y a su vez ejercemos una influencia sobre él. Debido a esta interdependencia, realmente no podemos decir que nosotros como individuos o que nuestra cultura como un todo existen por separado o de forma independiente. Podemos afirmar que, donde sea que haya mente, existe cultura y, que, donde sea que haya cultura, existe mente.
Conocer al Buda
El Buda dijo hace mucho tiempo que, cuando alguien en el futuro conociera sus enseñanzas, sería lo mismo que conocerlo a él en persona. Por lo tanto, podemos «conocer al Buda» hoy en día en la forma de maestros, enseñanzas o de nuestra propia práctica. Decir que queremos conocer al Buda es lo mismo que afirmar que deseamos conocer el estado despierto de nuestra mente. No tenemos que cambiar quienes somos para conocer al Buda de esta forma.
El propósito de nuestro encuentro no es convertirnos en un estudiante de otra cultura o descubrir la sabiduría de alguien más. No estamos practicando la cultura india para convertirnos en indios o practicando la cultura japonesa o tibetana para volvernos japoneses o tibetanos. Nuestro propósito es descubrir quiénes somos realmente, para conectarnos con nuestra propia sabiduría.
La mejor manera de conocer al Buda es invitarlo a nuestra casa. Cuando estudiamos o practicamos sus enseñanzas, el Buda está ahí. Para ver nuestra mente no es necesario que redecoremos nuestro hogar para que parezca un monasterio o una casa en un pueblo de la India.
Y no necesitamos una bufanda blanca tradicional y té de la India para dar la bienvenida a un maestro tibetano actual. Cuando nos encontremos con él por primera vez, podríamos recibirlo con una forma de respeto asiática tradicional, como inclinándonos, pero en los encuentros posteriores, bastará con ofrecer un apretón de manos. Podemos servir a nuestro invitado un té tradicional, pero también podemos ofrecerle una bebida diferente: una Coca-Cola o un latte de Starbucks. Podemos hablar de meditación, compartir la comida o ver películas juntos. Con el paso del tiempo, ocurre un intercambio y generamos respeto y amistad mutuos. Descubrimos que, aunque haya mucho que aprender de este maestro consumado, también tenemos algo que ofrecer. Disponemos de una riqueza de experiencia y conocimiento acumulados a lo largo de nuestra vida para compartir. No somos meros receptores en esta relación entre culturas, sino que colaboramos en un diálogo que enriquece ambos mundos.