El lama Thubten Wangchen explica su huída del Tíbet cuando tenía 5 años

A través de diversas conversaciones con la escritora Maria Teresa Pous Mas, el lama tibetano Thubten Wangchen narra su fascinante historia de vida. Director desde 1994 de la Casa del Tíbet en Barcelona, Thubten Wangchen explica en Lejos del Tíbet su huida del país y su posterior adhesión al monasterio Namgyal de Dharamsala, así como su decisión de viajar a Occidente en sus años de juventud.

En este fragmento de Lejos del Tíbet compartimos el inicio de la narración, que empieza con su complicada y exigente partida de su tierra natal.  

Es verdad que, en primer lugar, soy un ser humano que forma parte de este planeta y que, después, soy tibetano. Cada país y cada persona tienen su identidad, sus tradiciones. Soy tibetano porque nací en el Tíbet y no en China. El Tíbet es un país, una nación que está en los Himalayas, en el llamado techo del mundo.

El pueblecito donde nací se llama Kyirong. En tibetano Kyi quiere decir «felicidad» y Rong «valle». El nombre de mi pueblo, por lo tanto, significa «Valle de la Felicidad». Está en el sur del Tíbet, no muy lejos de la frontera con Nepal, ni lejos de Katmandú. En el distrito de Kyirong hay nueve pueblos. El nuestro es la capital y todo el valle se llama Kyirong.

Guardo un pequeño artículo que encontré sobre mi pueblo y tengo muy presente una referencia que se encuentra en el libro Siete años en el Tíbet de Heinrich Harrer. En uno de los primeros capítulos de este libro el autor se refiere a Kyirong. Harrer llegó a mi pueblo y, desde allí, penetró en el resto del Tíbet. Él, que era austríaco, explica cómo es mi pueblo. Dice que, si pudiese escoger, querría vivir la última etapa de su vida en Kyirong y morir allí. Se enamoró del Valle de la Felicidad.

Nací en el año 1954 en Kyirong. No sé la fecha exacta de mi nacimiento. Allí no existía la costumbre ni la obligación de hacer un certificado de nacimiento, y todo lo referente a la fecha de nacimiento de los hijos se basaba en el recuerdo de los padres. En este sentido, por ejemplo, una madre tibetana dice: «Tú naciste en una mañana de verano de tal año», o «Tú naciste en invierno, una semana antes de la celebración del año nuevo». Nacíamos en casa y todo era muy natural, tal como antes se nacía aquí. Nacer en casa era más natural y alegre. Nacer en el hospital, en medio de aparatos y tubos, es más artificial y triste. Con el desarrollo científico y tecnológico, ganamos en seguridad y tecnología y perdemos nuestra conexión con la naturaleza. También el hecho de morir en la propia casa, al lado de los seres queridos, rodeados de calma y de paz, es muy diferente que morir en los hospitales, en un ambiente frío y angustiante, donde es difícil morir en paz, estando conectado a aparatos y lleno de tubos (por la boca, por la nariz...). En este desarrollo tecnológico y científico podemos encontrar cosas negativas y cosas positivas.

Kyirong es un pueblo que no es ni pequeño ni grande. Aunque dicen que es muy bonito, no lo puedo recordar bien.

Solo tenía cinco años cuando tuvimos que huir.

No tengo muchos recuerdos de mi infancia en Kyirong, pero recuerdo alguna cosa. Recuerdo un poco nuestra casa. Recuerdo los templos porque iba mucho a ellos. También el río que está en un lado del pueblo. Es un río importante que siempre fluye. Yo tenía mucho miedo del agua. Para cruzarlo, había un puente que se movía y, después de las lluvias, veía, bajo el puente, el agua amarilla que corría con fuerza. Aquella agua me daba mucho miedo. Eso sí que lo recuerdo.

Vivíamos en las afueras de Kyirong. No estábamos en el centro del pueblo. Después de nuestra casa no había ninguna otra e, inmediatamente después, empezaban los campos. Mi casa estaba formada por dos plantas y un ático. Por lo general, las casas tibetanas constan de dos plantas, pero alguna familia dispone de tres, como la que teníamos nosotros. La planta baja generalmente se utiliza como establo para resguardar a los animales: los yaks, los caballos, las cabras, las ovejas... Y hay una escalera para ir al primer piso, donde se encuentran los dormitorios y la cocina. En el Tíbet cada familia tiene una capilla en casa con un altar en el que se pone una figura de Buda y una fotografía del Dalai Lama. Tiempo atrás se hacían pocas fotografías. Cuando yo era pequeño, era muy extraordinario hacerse fotografías. Sin embargo, había muchísimas pinturas, tapices y estatuas de Buda.

La gente de Kyirong es muy religiosa, muy espiritual. El pueblo tiene la fama de serlo. Se celebran numerosas fiestas populares, muchos rituales y celebraciones espirituales. Recuerdo alguna cosa de todo ello, pero no puedo explicar detalles.

Yo soy el más pequeño de la familia. Somos cuatro hermanos: dos hombres y dos mujeres. Cuando tuvimos que huir, la hermana mayor ya no vivía con nosotros. Con nuestros padres, vivíamos los tres hermanos: el hermano mayor, mi hermana y yo, que era el menor. Todos tenían un cuidado especial hacia el más pequeño. Tengo muchos recuerdos de mi padre. Era una persona muy respetada en Kyirong. Trabajaba en el ayuntamiento y era la segunda o tercera autoridad del pueblo. Era muy buena persona, de esas personas que siempre están procurando ayudar a los demás y solucionar los problemas del pueblo. Tenía muy buena fama y era respetado por todo el mundo.

Kyirong es un lugar muy verde, con mucha vegetación. Hay montañas, hay bosques y ríos. Y nieve. En el Tíbet, a causa del clima, no hay demasiada variedad de verduras. Hay zonas del norte o del noreste del Tíbet que tienen muy pocas. Sin embargo, en Kyirong hay mucha fruta y mucha diversidad de vegetales. Se dice que cualquier cosa que se plante en Kyirong crece. También hay muchos animales. Hay muchos osos. De cuando viví en Kyirong, tengo algún recuerdo relacionado con los osos. Había personas que trabajaban para mi familia. Un hombre, que trabajaba para nosotros, un día llegó a nuestra casa herido, con la cara medio destrozada por la garra de un oso. Por suerte, se había podido escapar del ataque del animal y salvarse. Los osos atacan la cara porque ven algo que brilla. En presencia de un oso, es preciso taparse la cara. Posteriormente, me pasó algo curioso relacionado con ese hombre. Yo entonces era pequeño, aún no tenía cinco años, y no lo había vuelto a ver. Resulta que, al cabo de veinticinco años, yo estaba en un lugar de Suiza y, en un determinado momento, hablé. De repente, al oír mi voz, un hombre me reconoció y se me acercó. Era aquel hombre. Después de tantos años, y aún siendo yo tan pequeño cuando me oyó hablar por primera vez, fue capaz de reconocer mi voz.

También recuerdo el día en que un gran oso cayó en un depósito lleno de agua que había al lado de un molino. La gente lo quería salvar de morir ahogado, pero era necesario protegerse de algún posible ataque por parte del oso. Estudiaron la forma de rescatarlo del agua y lo consiguieron. En otros lugares lo habrían matado de un tiro, pero allí buscaron la manera de salvar al oso.

Una cosa especial de mi pueblo es que allí está totalmente prohibido matar animales. Tal vez sea el único pueblo del mundo en el que está totalmente prohibido matar animales, aunque se trate de osos o tigres que puedan ser peligrosos para la vida del hombre.

En otros lugares se matan vacas, ovejas y gallinas para comer, en mi pueblo, si se ve a cualquier ciudadano matando algún animal, como un cordero o una vaca, aquella persona tendrá que ir al ayuntamiento y recibirá una multa. Matar animales está castigado por ley. Nos enseñan que es preciso respetar la vida de todo ser vivo. Y si alguien del pueblo tiene ganas de comer un poco de carne o alguien se siente físicamente débil o enfermo y el médico recomienda que coma un poco de carne porque aquella persona precisa proteínas, hará falta que alguien vaya a otro distrito para encontrar carne para comprar. Siempre me ha gustado mucho escuchar esta realidad y tradición de mi pueblo. Yo, claro está, también soy vegetariano.

Como Kyirong no está muy lejos de Katmandú, antes de que los Chinos llegasen al Tíbet, mi padre iba caminando desde nuestro pueblo hasta Katmandú. Iba allí para comprar dulces y caramelos para celebrar el Año Nuevo Tibetano. Para celebrar la llegada del nuevo año se preparaban grandes fiestas y en casa comprábamos dulces y azúcar. Mi padre, eso sí, tardaba semanas en llegar a Katmandú. No se podía ir ni con el caballo, solo se podía llegar allí caminando. La ida era más fácil porque la hacía sin llevar peso, pero la vuelta era más dificultosa porque tenía que cargar con todas las compras. Alquilaba alguna mula en algún pueblecito y nos explicaba que, en el siguiente pueblo, dejaba esa mula y alquilaba otra.

Hay pocas fotografías del valle de Kyirong. Mirando alguna, he visto las montañas, el río, los bosques, mi pueblo y un monasterio. Recuerdo que veía el monasterio desde casa. Desde muy pequeño, los monasterios siempre me han inspirado. En mi pueblo hay dos templos y un monasterio. Aquí, en Occidente, en Cataluña y en España, también hay iglesias en cada pueblo, por pequeño que sea. Casi al lado de nuestra casa había un templo, y mi padre, cuando iba al campo, me dejaba en el templo. Yo pasaba todo el día allí. Me llevaba la comida y pasaba muchas horas dentro del templo. Entonces tenía tres o cuatro años. Mi padre también me había llevado a otro templo muy importante. En ese templo se guardaba una de las tres estatuas históricas de Buda más importantes del Tíbet. Una de ellas está en Lhasa, la capital del Tíbet. Es la estatua del templo Lhasa Jowo. El templo donde mi padre me llevó está en el monasterio Kyirong Jowo. Su estatua de Buda es venerada por mucha gente, también por muchas personas de la India y de Nepal que van expresamente a venerarla. Durante la invasión de los chinos, intentaron destruir todos los templos. Alguien pudo coger esta estatua y pudieron llevarla a Nepal. Ahora está en la India.

El mismo Dalai Lama reclamó esta estatua al monasterio que la había preservado. Actualmente, está en la habitación del Dalai Lama. Cuando medita, cuando estudia, tiene esta estatua de Buda delante de él.

Aunque los chinos comenzaron a entrar en el Tíbet hacia 1949‐1950 –cuando se formó el régimen comunista de Mao–, se puede decir que hasta el año 1959 en el Tíbet solo había tibetanos. En el año 1949 empezaron a entrar poco a poco y tardaron nueve o diez años para llegar a Lhasa, la capital. En el año 1959 se comenzó a ver algún militar en Kyirong. Antes no habían visto nunca ningún chino. Recuerdo que los niños jugábamos y de repente veíamos un grupo de militares. A mí me asustaba mucho ver esos uniformes de los militares chinos. Al cabo de poco tiempo todo el mundo ya decía que teníamos que huir, que era preciso escapar.

Huir no era fácil. Existía el problema de cruzar las fronteras, la dificultad de atravesar las montañas hacia Nepal, con la vigilancia de los militares chinos, siempre observando con los binóculos, disparando y matando a los tibetanos que huían.

Era necesario conocer muy bien las montañas para poder escapar. Había gente que decía que no pasaría nada si nos quedábamos, que era mejor que nos quedáramos, que habría libertad. Sin embargo, mi padre enseguida nos explicó que habían matado a gente, que habían asesinado a tal familia, a tal otra y a tal otra... En casa nos preparamos para escapar y todo lo hacíamos vigilando mucho. Éramos muy observados, porque se fijaban en la gente que ocupaba cargos, y mi padre era especialmente vigilado. Nos escondíamos, pero vinieron a casa y se llevaron a nuestra madre. Mi madre ya no volvió. Fue una víctima más que murió a manos de los militares chinos. No pudimos recuperar el cuerpo. Recuerdo que mi padre me decía: «Mamá está muerta», «Tu madre está muerta». Yo no entendía el significado de la palabra «muerta» y, en principio, no pude sentir dolor porque no sabía qué me quería decir con esa palabra.

Mi padre, entonces, ya lo preparó todo para poder escapar. De hecho, lo dejamos todo. Tuvimos que dejarlo todo. Dejamos nuestra casa tal como estaba, con todas las pertenencias. Solamente tengo una fotografía de mi padre. De mi madre no tengo ninguna.

Tampoco tengo demasiados recuerdos de ella. Recuerdo la pequeña mochila que, el día de la huida, llevaba colgada en mi espalda sin saber qué había dentro. Yo tenía cerca de cinco años y, puesto que era el más pequeño, mi padre me subió a sus hombros y me daba una mano. Con la otra mano cogía la mano de mi hermana, que tenía unos ocho años. Mi hermano mayor, que tenía unos once años, podía caminar solo. No teníamos nada, huíamos y tendríamos que vivir escondiéndonos. Solo teníamos cuerpo y alma.

De la huida recuerdo que, a unos treinta o cuarenta metros de nosotros, había otra familia que también se escapaba y se escondía. A cincuenta metros, otra familia que también huía. Llegó un momento en que no había caminos hechos para transitar y perdimos la orientación. No sabíamos en qué dirección teníamos que ir. Esa noche era muy oscura y no veíamos nada. Recuerdo que alguien tenía cerillas y entonces encendimos alguna. Los chinos vieron las pequeñas llamas y comenzaron a disparar mientras nosotros seguimos caminando deprisa. Nos caíamos muchas veces porque no veíamos dónde poníamos los pies. Muchos tibetanos murieron porque se caían por los barrancos.

Por la mañana veíamos muertos por donde pasábamos. Nuestro padre conocía a muchas de aquellas personas muertas. Cuando veíamos algunas, nos deteníamos y nuestro padre se acercaba a ellas. No podíamos hacer nada por ellas porque estaban muertas y, entonces, nosotros continuábamos caminando poco a poco.

Al cabo de ocho días, llegamos a la frontera con Nepal. Para escapar del Tíbet y llegar a la India se podía tardar un año, pero nosotros, afortunadamente, en una semana pudimos llegar a Nepal. En la frontera no había chinos, hablamos en nepalí y pudimos pasar.

No he podido volver nunca más a Kyirong. He querido ir, he intentado regresar a mi pueblo, pero no he podido conseguirlo. Por suerte, después de haber cruzado la frontera, encontramos gente que mi padre conocía y pudimos sobrevivir gracias a la comida que nos daban. Comíamos poco, pero tuvimos lo suficiente para nuestra supervivencia.

Tengo también un recuerdo muy claro de un hecho que sucedió. Mi padre, antes de irnos de Kyirong, cogió unas estatuas de Buda muy valiosas y libros sagrados y los dejó en unos templos de Nepal. Una la dejó en el Templo del Mono, lugar al cual, a lo largo de los años, he vuelto diversas veces. La primera vez que volví, hablé con un monje que recordaba los hechos, recordaba a mi padre y, además, el nombre de nuestra familia constaba en unos archivos. Me hizo pasar y me enseñó libros de los archivos. Todos los libros tibetanos son muy grandes y consultamos unos en los que constaban los nombres de mi padre y de nuestra familia. Todo estaba registrado y sellado. En ese monasterio, la estatua de Buda que dejó mi padre estaba muy bien protegida y custodiada.

Con mi padre y mis hermanos estuvimos unos dos años en Katmandú, viviendo en la calle. No teníamos casa, no teníamos nada. Vivíamos como mendigos.

En Katmandú hay muchos templos y, entre ellos, el Templo del Mono. En esos años había turistas y muchos entraban en los templos. Recuerdo turistas rubios, altos... Cuando los veíamos, mi padre me decía: ves a pedirles alguna cosa. Yo tenía entre cinco y seis años. No recuerdo qué les decía en tibetano para pedirles que nos diesen algo. Era una imagen parecida a la que vemos aquí cuando algunos niños mendigan. Les pedía que por favor nos diesen algo y recuerdo que nos daban algunas monedas. Era poquito, pero yo volvía muy contento al lado de mi padre para ofrecerle aquellas monedas que me habían dado. Dormíamos siempre en la calle, tanto en invierno como en verano y no teníamos comida «asegurada». En esos momentos, mis hermanos y yo, siendo tan pequeños, no sufríamos porque no sentíamos miedo ni comprendíamos a fondo nuestra situación.

Teníamos a nuestro padre con nosotros, jugábamos, comíamos y no nos planteábamos nada. Durante todo ese tiempo en Katmandú no tuvimos ni una pieza de ropa para cambiarnos. Lavábamos la ropa que llevábamos puesta y nos la volvíamos a poner.

El pueblo y el gobierno de Nepal fueron muy amables con los tibetanos recién llegados y refugiados allí. Nos dieron apoyo. De repente, una delegación del Dalai Lama llegó a Katmandú para decirnos que el Dalai Lama estaba en la India. Y un día nos vinieron a buscar y nos llevaron a la India, en un lugar cercano a la frontera de Nepal.

Aunque los tibetanos no teníamos pasaporte, porque antiguamente no existía este requisito legal, nos permitieron entrar y quedarnos en la India. Nos vinieron a buscar porque los tibetanos vivíamos en la calle y no encontrábamos trabajo.

No tengo demasiados recuerdos de ese primer período en la India, pero sí recuerdo que pasábamos mucho tiempo cerca del Golden Temple, en Amritsar, y allí personas sijs nos ayudaban mucho. Los sijs creen en la solidaridad y la practican. Su fundador explicaba la importancia de la generosidad y del compartir. Nosotros dormíamos cerca del templo. Recuerdo que, por las mañanas, muchas veces un sij punjab buscaba muchos tibetanos y nos llevaba a su casa para darnos comida. Eso lo hacían muchos sijs. Casi se peleaban para darnos comida, y eso nos impresionaba. A los niños nos impresionaban los sijs, con aquellas barbas largas, con aquellos grandes bigotes, con aquellos turbantes... Enseguida vimos que eran muy amables. Nos daban comida en unas grandes hojas de árboles. Nos daban arroz, lentejas, pan... Y lo comíamos con las manos. Por las noches normalmente no teníamos nada para cenar, pero al día siguiente nos volvían a dar comida. Vivimos unos cuantos meses cerca del Golden Temple. Miles de tibetanos vivían así.

Al Dalai Lama le preocupaba mucho esta situación. Había hablado de ello con el gobierno de la India. Les había dicho que era necesario dar trabajo a los tibetanos que habían tenido que huir del Tíbet para que no tuviésemos que hacer vida de mendigos y pudiésemos ganarnos la comida.

El gobierno de la India lo valoró y, después de pensar qué se podía hacer, vio que el único trabajo que podía ofrecer era el de ir a construir carreteras. Sin embargo, no se trataba de hacer carreteras normales en la India, sino de hacer carreteras en los Himalayas. Los indios querían tener carreteras en las montañas, en los Himalayas, pero ellos no podían hacerlas. Lo cierto es que los tibetanos no tenían ni idea de hacer carreteras y allí el terreno era muy complicado, pero todos los tibetanos adultos se reunieron y decidieron que tenían que ir a trabajar. Los indios empezaron a organizarlo y anotaban los nombres de los tibetanos en un registro.

Para ese trabajo, utilizaban máquinas para perforar las montañas. Ganaban muy poco, una rupia al día. Una rupia son dos céntimos de euro. A mi padre le tocó trabajar en un sitio que se llama Kullu Manali. Era un trabajo muy difícil. Rompían piedras, lanzaban piedras por los barrancos, era muy duro. Ganaba, como los demás tibetanos, una rupia al día. Mis hermanos también ayudaban y les daban media rupia. A mí me daban veinticinco céntimos de rupia para lanzar piedras pequeñas. Cuando veía a mi padre trabajar en esas condiciones, me sabía mal y sufría.

Nos llevaron a trabajar a la alta montaña. Vimos tibetanos que se morían construyendo aquellas carreteras. Era muy difícil hacer agujeros en las rocas. Perforaban las rocas poniendo pólvora. Algunas piedras salían disparadas y mataban a personas. También había gente que se caía por los barrancos y casi todo el mundo que se caía moría. Muchos tibetanos, como mi padre, trabajaron mucho tiempo haciendo carreteras. Cuando llegaba el invierno, nevaba, nevaba y nevaba... Todo quedaba bloqueado en medio de la nieve. Antes de que empezaran las nevadas, los trabajadores tenían que marcharse de allí y volver a la India. Alguna vez, cuando empezaban a marcharse, comenzaba a nevar y no paraba ni de día ni de noche. Entonces no podían avanzar, tenían que detenerse y quedarse días allí. Recuerdo que eso nos pasó a nosotros.

Sobrevivir en aquellas circunstancias era difícil. Por suerte encontrábamos alguna cosa para comer, como algún tipo de harina. Hacíamos un poco de fuego con queroseno y nos quedábamos días dentro de las tiendas de campaña.

Recuerdo aludes de nieve. Vi gente enterrada en la nieve, personas totalmente enterradas, algunas sacaban una mano o una pierna del montón de nieve que las cubría. Verlo era duro. Mi padre siempre intentaba ayudar a todo el mundo, pero no nos dejaba nunca a mis hermanos y a mí. A veces encontrábamos a alguien medio enterrado por la nieve que aún vivía y pedía ayuda. Sentíamos lamentos de personas. Mi padre hacía lo que podía por aquellas personas, para intentar sacarlas de la nieve. Cuando sucedía esto, a mis hermanos y a mí nos dejaba en algún lugar, nos decía que no nos moviésemos de allí e iba a ayudar. Recuerdo una vez que oíamos gritos de alguien a quien no veíamos. Por fin, vimos que los gritos provenían de un hombre que estaba más arriba de la montaña. Suplicaba que lo ayudásemos. Mi padre nos dejó en un rincón, protegidos, y se arriesgó mucho para ir a ayudar a aquel hombre. Era fácil caer y matarse, pero pudo llegar al lugar en donde estaba. Vio que ya estaba medio congelado y que no se podía mover. Afortunadamente, todavía estaba bastante bien de salud. Nuestro padre nos dijo que nos debíamos quedar allí, que tenía que llevar a ese hombre al pueblo y que volvería para buscarnos. Pudo llevarlo hasta el pueblo y en una casa lo curaron, lo atendieron y se salvó. Después nos vino a buscar. Ese hombre quiso mantener contacto con mi padre y yo, en un viaje a la India de hace ocho o diez años, lo encontré y me dijo: «Estoy vivo gracias a tu padre. Me salvó la vida». Yo había vivido la historia de su salvamento, pero hasta ese momento no sabíamos quién era el hombre a quien mi padre había podido ayudar.

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