La muerte como tránsito y parte de la vida
La relación que los seres humanos tenemos con la muerte cambia tanto a nivel histórico como cultural. Alexis Racionero Ragué reflexiona sobre los contrastes existentes entre la manera Occidental de comprender y acercarse a la muerte.
En el libro Darshan. Sabiduría oriental para la vida cotidiana, el autor explora, entre otros temas, la naturalidad oriental con la que vida y muerte son entendidas y la contrapone al tabú Occidental como forma de lidiar con ella.
Occidente vive enganchado a la vida y a la eterna juventud, pero la vida es un ciclo con diversas etapas. Tal como la entienden los orientales, la muerte es el tránsito a otra dimensión, que nos devuelve a la Tierra en una nueva encarnación. El cuerpo y nuestra materia desaparecen, pero no el espíritu o la consciencia. Nos reencarnamos, cargando con el karma de las vidas pasadas. Hay almas viejas y jóvenes, según las vidas por las que uno haya pasado.
«El karma está vinculado al poso que dejan nuestras acciones. Si en una vida has sido egoísta y te has despreocupado del sufrimiento de los demás, es probable que en tu reencarnación seas un cuidador, un enfermero o alguien que solo existe para atender a los otros. A eso le llamamos, limpiar karma, y tiene que ver con tus vidas anteriores.»
ALEXIS RACIONERO RAGUÉ
El karma sigue la ley causa-efecto, por lo tanto, aquello que hagas tendrá un poso y, si dejas cuentas pendientes, las deberás resolver en otras vidas o seguir acumulando peso en tu cuerpo kármico.
Los orientales no temen la muerte, porque la entienden como un simple tránsito. Ni siquiera temen la implacable ley del karma, porque, en los países que siguen el budismo o el hinduismo, apenas la cuestionan. En cambio, el hombre moderno de las sociedades industriales tiene una idea estrictamente lineal y evolutiva del tiempo: la muerte es el final.
Nosotros vivimos queriendo controlarlo todo, incluso la voluntad de no morir, porque nos negamos a aceptar que la naturaleza está por encima de todo. Nuestro ser, al igual que las flores, crece y se marchita para renacer.
Heinrich Zimmer, uno de los primeros estudiosos de la mitología oriental, gran especialista en la India y maestro de ilustres discípulos como Joseph Campbell, lo deja bastante claro cuando habla sobre la eternidad y el tiempo:
«Esta inmensa conciencia del tiempo que trasciende el breve lapso del individuo, incluso la biografía de la especie, es la de la propia naturaleza. La naturaleza conoce, no siglos, sino eras geológicas, eras astronómicas, y está más allá de ellas. Sus hijos son un enjambre de egos; pero le preocupan las especies, y las eras del mundo son el lapso más breve que da a las diversas especies que produce y deja finalmente que mueran (como en el caso de los dinosaurios, los mamuts y las aves gigantes). La India —como la Vida meditando sobre sí misma—, al abordar el problema del tiempo, lo concibe en periodos comparables a los de nuestra astronomía, nuestra geología o nuestra paleontología. Es decir, la India piensa en el tiempo y en sí misma en términos biológicos, en términos de especie, no en términos de ego efímero.»[1]
Zimmer titula este capítulo "El desfile de las hormigas", porque los hombres somos tan solo diminutos seres transitando en la eternidad. Desgraciadamente, después de haber pasado las eras del Krita Yuga y Tetra Yuga, más perfectas, entramos en el Dvapara Yuga, que inició el equilibrio peligroso entre la oscuridad y la luz. Ahora, estamos de lleno en la edad oscura o Kali Yuga, dominada por el egoísmo y la degradación moral. Un tiempo de luchas, disputas y batallas, una especie de apocalipsis en el sentido hindú, que se inició en el año 3102 a.C. Las eras duran unos 400.000 años. La eternidad no tiene comienzo, ni fin.
Darshan. Sabiduría oriental para la vida cotidiana.
En el contexto católico o protestante, la muerte es el final de nuestros días, aunque Jesucristo se reencarnó, no hay más vida para nosotros los cristianos. Tan solo la esperanza de ganarnos el cielo si hemos sido buenos.
En cambio, en Asia, el cielo está dentro de ti y no has de esperar a morirte para conocerlo. Allí, cielo, infierno, vida y muerte conviven en un ciclo infinito. Es la rueda de la vida, la danza de Shiva, que simboliza la creación y la destrucción.
«Debemos aprender a danzar en la vida y abrazar la muerte cuando llegue. Hay que poder mirar de frente a la muerte, con todo el respeto que merece. Los orientales incluso pueden celebrarla con entrega y devoción.»
ALEXIS RACIONERO RAGUÉ
Nunca he olvidado el final de la película Sueños, rodada por Kurosawa en sus últimos años. El film se compone de un grupo de cortometrajes o historias cortas. La última de ellas parece su testamento fílmico, en el que nos muestra lo que podría ser su propio entierro. En medio de una naturaleza radiante, bajo el sol de mediodía, una comitiva festiva lleva un ataúd entre cánticos y danzas. Una sinfonía de colores les envuelve. Viven la muerte como una celebración, que se detiene cuando llegan al río. En ese momento, la cámara se aleja del festivo grupo funerario, para mostrarnos unas grandes ruedas de molino que giran con el fluir del agua.
Una bella imagen que simboliza el ciclo eterno de la rueda, que une nuestro nacimiento con la muerte, la que nos transporta del río de la vida al mar infinito del que vinimos.
Oriente me mostró la valentía ante la muerte gracias al cine, con ejemplos como el que acabo de explicar o mediante la figura arquetípica del samurái, ese valeroso guerrero medieval que puebla la filmografía de Kurosawa y, en general, del cine japonés. Harakiri, de Kobayasi, muestra de forma magistral la crudeza y serenidad de este ritual, en el que se muere para evitar la deshonra. El samurái, que acaba con su vida haciéndose el harakiri o seppuku, busca entrar en la otra vida defendiendo su honor.
Recomiendo leer el Hagakure, que, junto con el Bushido, concentra el código ético y moral del samurái. El libro arranca con esta explícita frase:
«El camino del samurái reside en la muerte. Ante una decisión crítica, solo queda escoger enseguida la muerte. La elección no es particularmente difícil; solo se necesita tener valor y actuar.»
La muerte exige coraje, y el valor aparece cuando no se tiene miedo a morir. El guerrero que no teme por su vida es el más peligroso, el más recto y quien actúa con mayor decisión.
Ya no quedan samuráis en el Japón actual, pero su valor y conducta se mantuvieron vivos en algunas de las actitudes del ejército japonés durante la Segunda Guerra Mundial.
Esta casta guerrera se extinguió a finales del siglo XIX, pero sus preceptos, basados en el desapego del budismo zen, se mantienen en el subconsciente japonés y pueden servir también de modelo para nuestro mundo occidental, algo que dejo pendiente para otro libro.
La muerte es un tabú en Occidente y en algunos de los países del continente asiático, pero no en la mayoría de los que visité, como Myanmar, Laos o la India, donde se trata de algo público que se puede ver. ¿Quién estando en Benarés no ha visto pasar un grupo de hombres portando un cadáver a hombros, cubierto con un simple velo blanco, cantando el mantra Satya Hey, Satya Hah (Dios es la verdad) camino del Main Ghat, donde llevan a cabo la cremación?
Por desgracia, los turistas solo nos interesamos en el morbo de fotografiar las piras funerarias, sin prestar atención al valor terapéutico de un ritual en el que no hay llantos, ni lamentos. Hay dolor por la pérdida, dentro de la aceptación del paso del tiempo y la conciencia de que muerte y nacimiento forman una misma cosa.
En un sentido plenamente budista, nacimiento y muerte no son acontecimientos únicos de la existencia, sino el material mismo de la vida.
La vivencia y el contacto con la muerte resulta absolutamente terapéutico para la aceptación del duelo, así como para despedirse del ser querido que emprende una nueva vida. En Occidente, solo los trabajos de Elisabeth Kübler-Ross, asistiendo a enfermos terminales en los hospitales, y Stephen Levine nos han aproximado a esta necesidad de aceptar y vivir la muerte como algo natural, propio de nuestras vidas. Dentro de la formación de los jóvenes monjes tibetanos está el deber de meditar ante cadáveres durante largos días, para comprender el concepto de la impermanencia.
En casi todas las culturas primitivas, los rituales iniciáticos consisten en la muerte y resurrección del iniciado, que renace habiendo alcanzado una madurez o nuevo estadio en la vida. Cuando se trata de ascetas, seres iluminados o grandes maestros espirituales como Jesucristo, Mahoma o el Buda, regresan de la muerte con una iluminación o conocimiento superior inaprensible, obtenido en el vacío, bajo el árbol de la iluminación, cuando el cuerpo se ha dejado ir, en un trance de inacción próximo a la muerte. Como sabemos, algo parecido sucede con las personas que han vivido experiencias cercanas a la muerte. Los que han tenido un accidente y han visto su vida pasar en apenas unos segundos suelen dar un giro radical a sus vidas. La oscuridad de la muerte les trae la luz de alguna revelación que cambia sus vidas.
No hay que vivir con miedo, sino intensamente en el presente, disfrutando de la vida, conscientes de que la muerte puede llegar en cualquier momento, como parte de nuestra existencia. Así lo establece la Bhagavad-gita (contenido en el Mahabharata):
«El espíritu nunca nació y el espíritu nunca dejará de ser. Nunca fue el tiempo que no fue. Principio y fin no son nada más que sueños. Sin origen ni final, inmutable vive el espíritu por siempre. La muerte ni tan solo le roza.»
BHAGAVAD-GITA
Ya he hablado del Japón samurái, pues constituye un territorio fílmico y casi mitológico del morir, y no puedo obviar la trascendencia de la muerte en el contexto de la cultura tibetana. Mi primera experiencia con la muerte se dio en la India, donde pude vivenciarla y verla de cerca. Allí cumplí el duelo de la primera muerte importante de mi entorno familiar más cercano, lloré la muerte simbólica de una casa, en la que eché raíces y viví los terrores inconscientes del miedo a morir.
Notas:
[1] Heinrich Zimmer. Mitos y símbolos de la India. Ed. Siruela, Madrid, 1995, pág. 29.