Los tres suttas del Buddha sobre la condición humana

Como defiende el monje buddhista Bhikkhu Bodhi en el prefacio de En palabras del Buddha, los antiguos discursos del Buddha del Canon Pali “nos muestran claramente cómo la sabiduría y la compasión del Buddha alcanzan las profundidades de la vida mundana, proporcionando a la gente corriente una guía para la conducta apropiada y el correcto entendimiento”. En este fragmento del libro, que contiene las enseñanzas primigenias del Buddha, compartimos los tres suttas que hablan de la condición humana, sobre la inevitabilidad de la muerte y cómo ello puede inducirnos a llevar una conducta ética, en vez de lanzarnos en una huida hacia delante a por la conquista de aspiraciones desmedidas de poder, riqueza o entregarnos a los placeres ordinarios, cosas que no harán más que enmarañar nuestra vida y abocarnos al sufrimiento.

  • En el Canon Pali, los discursos del Buddha se llaman suttas, que es el equivalente en lengua pali de la palabra sánscrito sūtra. Si bien el Canon Pali pertenece a una escuela buddhista en particular —la Theravāda–, los suttas no son en modo alguno textos exclusivamente Theravāda. Provienen del periodo más antiguo de la historia de la literatura buddhista, un periodo que duró aproximadamente 100 años tras la muerte del Buddha, antes de que la comunidad buddhista se dividiera en escuelas diferentes.

La condición humana: Vejez, enfermedad y muerte

1. La vejez y la muerte

En Sāvatthī, el rey Pasenadi de Kosala dijo al Bienaventurado: «Venerable señor, ¿existe alguien que haya nacido libre del envejecimiento y la muerte?».[1]

«Majestad, nadie nace libre de envejecer y morir. Incluso los guerreros –con sus grandes mansiones, opulentas, con riquezas y propiedades, con oro y plata abundantes, con lujos y recursos abundantes, con dinero y grano abundantes–, puesto que han nacido, no están libres de envejecer y morir. Incluso los brahmanes –con sus grandes mansiones...–, los cabezas de familia –con sus grandes mansiones... con dinero y grano abundantes– no están libres de envejecer y morir. Incluso aquellos monjes que son Arahants, que han destruido las corrupciones, han consumado la vida de santidad, han hecho lo que había por hacer, han abandonado la carga, han logrado la meta, han destruido completamente la atadura del devenir y se han liberado a través del recto conocimiento; incluso para ellos este cuerpo es de naturaleza corruptible y desechable».[2]

«Los bellos carruajes de los reyes se estropean

también el cuerpo humano envejece.

El Dhamma de los buenos, sin embargo, no envejece:

ellos, en efecto, lo definen como el Bien».

2. El símil de la montaña

En Sāvatthī, al mediodía, el rey Pasenadi de Kosala se acercó al Bienaventurado, ofreció sus respetos y se sentó a su lado. El Bienaventurado entonces le preguntó: «¿De dónde venís a estas horas, Majestad?».

«Justo ahora, venerable señor, he estado ocupado con los quehaceres de la realeza, típicos de reyes guerreros, ungidos con la corona, embriagados con el elixir del poder, obsesionados por la codicia y los placeres sensuales, que han logrado controlar el país y gobernar después de haber dominado una gran extensión de territorio».

«¿Así pues qué pensáis, Majestad? Imaginad que un hombre viniera del este, un hombre honesto, de confianza, y os dijera: “Majestad, debéis saber esto sin tardanza: vengo del este, y allí vi una gran montaña, alta como las nubes, que viene hacia aquí y va aplastando a todo ser vivo a su paso. Haced lo que creáis necesario, Majestad”. Luego, un segundo hombre que viniera del oeste... un tercer hombre que viniera del norte... y un cuarto hombre que viniera del sur, un hombre honesto, de confianza, y os dijera: “Majestad, debéis saber esto sin tardanza: vengo del oeste, y allí vi una gran montaña, alta como las nubes, que viene hacia aquí y va aplastando a todo ser vivo a su paso. Haced lo que creáis necesario, Majestad”. Siendo la condición humana tan difícil de conseguir, Majestad, si tan gran peligro, si tan cruel destrucción amenazara las vidas humanas, ¿qué se tendría que hacer?».

«Siendo la condición humana tan difícil de conseguir, venerable señor, si tan gran peligro, si tan cruel destrucción amenazara las vidas humanas, ¿qué otra cosa habría que hacer sino actuar de acuerdo con el Dhamma, obrar rectamente, realizar acciones buenas y beneficiosas?».

«Pues, yo os digo, Majestad, yo anuncio, Majestad, que el envejecimiento y la muerte se están aproximando. Cuando la vejez y la muerte se aproximan, Majestad, ¿qué cosa habrá que hacer?».

«Si el envejecimiento y la muerte se aproximan, venerable señor, ¿qué otra cosa habrá que hacer sino actuar de acuerdo con el Dhamma, obrar rectamente, realizar acciones buenas y beneficiosas?».

«Señor, los reyes embriagados con el elixir del poder, obsesionados por la codicia y los placeres sensuales, que han logrado controlar el país y gobernar después de haber dominado una gran extensión de territorio, conquistan mediante guerras con elefantes ... guerras con caballos ... guerras con carros de combate y ... guerras con soldados de infantería, pero, cuando el envejecimiento y la muerte se aproximan, no hay recurso ni posesión que valgan. En vuestra corte, señor, hay consejeros que son capaces de dividir, mediante artimañas, a los enemigos que surgen, pero cuando el envejecimiento y la muerte se aproximan, señor, no hay recurso ni posesión que valgan. En vuestra corte, señor, hay abundancia de lingotes de oro guardados en sótanos o altillos. Con tanta riqueza sería posible sobornar a cualquier enemigo que surja, pero cuando el envejecimiento y la muerte se aproximan, señor, no hay recurso ni posesión que valgan».

«Si el envejecimiento y la muerte vienen hacia mí, venerable señor, ¿qué otra cosa habrá que hacer sino actuar de acuerdo con el Dhamma, obrar rectamente, realizar acciones buenas y beneficiosas?».

«¡Así es, Majestad! ¡Así es! Si el envejecimiento y la muerte se aproximan, ¿qué otra cosa habrá que hacer, sino actuar de acuerdo con el Dhamma, obrar rectamente, realizar acciones buenas y beneficiosas?».

Así habló el Bienaventurado. Habiendo dicho esto, el Afortunado, el Maestro, añadió:

«Como una inmensa, rocosa cordillera,

que se alzara hastas las nubes y avanzara

aplastando todo aquello que encontrara,

así llegan la vejez y la muerte a los vivientes.

Nobles, brahmanes, mercaderes y siervos,

gente sin casta: chandalas y pukkusas,

no existe nadie que pueda soslayarlos,

todo lo aplastan, trituran y someten.

Aquí no quedan atisbos de victoria

con elefantes, ni con carros o soldados.

No se les puede combatir con artimañas,

ni sobornar con riquezas acumuladas.

Siendo, pues, esto así, el hombre sabio

contempla su destino inexorable,

y, firme, pone su confianza,

en el Buddha, en el Dhamma y en el Saṅgha.

Pues cuando actúa de acuerdo con el Dhamma

ya siendo en cuerpo, palabra o pensamiento,

es elogiado, aquí, en esta vida,

pero también goza del cielo tras la muerte».

(SN 3:25; I 100-102 <224-29>)

3. Los mensajeros divinos

«Monjes, hay tres mensajeros de los dioses.[3] ¿Cuáles son los tres?

»He aquí, monjes, que alguien actúa de forma reprochable con el cuerpo, la palabra o el pensamiento. Habiendo actuado de forma reprochable con el cuerpo, la palabra o el pensamiento, después de morir, cuando su cuerpo se descompone, renace en un estado de perdición, en un mal destino, en un lugar de sufrimiento, en un infierno. Allí varios guardianes del infierno lo agarran por ambos brazos y lo llevan ante la presencia de Yāma, el Señor de la Muerte,[4] diciendo: “Este hombre, majestad, no respetó ni a padre ni madre, ni a ascetas ni brahmanes, ni a los ancianos de la familia.

¡Que su majestad le inflija un castigo apropiado!”».

«Entonces, monjes, el rey Yāma pregunta al hombre, lo interroga y le recuerda el primer mensajero divino: “¿Es que nunca viste, buen hombre, al primer mensajero divino que se presenta a los seres humanos”?».

«Y aquél contesta: “No, señor, no lo vi”».

«Entonces el rey Yāma le dice: “Pero, buen hombre, ¿es que nunca viste entre la gente a una mujer o a un hombre de ochenta, noventa o cien años de edad, achacoso, curvo como el arco de una bóveda, jorobado, sosteniéndose con un bastón, andando tembloroso, enfermizo, habiendo perdido la fuerza de la juventud, con los dientes rotos, lleno de canas, con poco pelo o calvo, y con la piel arrugada y llena de manchas?”».

«Y el hombre responde: “Sí, señor, lo he visto”».

«Entonces el rey Yāma le dice: “Buen hombre, ¿es que nunca se te ocurrió, teniendo conocimiento y madurez, que: ‘También yo he de envejecer y no puedo evitar la vejez. Voy a aprovechar para realizar buenas acciones con el cuerpo, la palabra y el pensamiento’?”».

«No, venerable señor, no caí en ello. Fui negligente, venerable señor».

«Entonces, el rey Yāma dice: “Por negligencia, buen hombre, no hiciste el bien con el cuerpo, la palabra y el pensamiento. Así pues, ahora serás tratado como corresponde a tu negligencia. Tu mala acción no la hizo ni tu madre ni tu padre, ni tus hermanos, hermanas, amigos o compañeros, ni tus familiares, ni los dioses, ni ascetas o brahmanes, sino que solamente tú has cometido esta mala acción, y eres tú quien deberá recoger su fruto”».

«Entonces, el rey Yāma, monjes, tras haberle preguntado, interrogado, y recordado el primer mensajero divino, le pregunta, interroga y recuerda el segundo mensajero divino: “¿Es que nunca viste, buen hombre, al segundo mensajero divino que se presenta a los seres humanos?”».

«No, venerable señor, no lo vi».

«Pero, buen hombre, ¿es que nunca viste a una mujer o a un hombre que estuviera enfermo, padeciendo dolores, extremadamente débil, cayéndose y yaciendo sobre sus propias heces, teniendo que ser levantado por otros y llevado a la cama por otros?».

«Sí, venerable señor, lo he visto».

«Buen hombre, ¿es que nunca se te ocurrió, teniendo conocimiento y madurez, que “También yo he de enfermar y no puedo evitar la enfermedad. Voy a aprovechar para realizar buenas acciones con el cuerpo, la palabra y el pensamiento”?».

«No, venerable señor, no caí en ello. Fui negligente, venerable señor».

«Entonces, el rey Yāma dice: “Por negligencia, buen hombre, no hiciste el bien con el cuerpo, la palabra y el pensamiento. Así pues, ahora serás tratado como corresponde a tu negligencia. Tu mala acción no la hizo ni tu madre ni tu padre, ni tus hermanos, hermanas, amigos o compañeros, ni tus familiares, ni los dioses, ni ascetas o brahmanes, sino que solamente tú has hecho esta mala acción, y eres tú quien deberá recoger su fruto”».

«El rey Yāma, monjes, tras haberle preguntado, interrogado, y recordado el segundo mensajero divino, le pregunta, interroga y recuerda el tercer mensajero divino: “¿Es que nunca viste, buen hombre, al tercer mensajero divino que se presenta a los seres humanos?”».

«No, venerable señor, no lo vi».

«Pero, buen hombre, ¿es que nunca viste a una mujer o a un hombre muerto desde hace uno, dos o tres días, con su cuerpo hinchado, pálido y en estado de putrefacción?».

«Sí, venerable señor, lo he visto».

«Buen hombre, ¿es que nunca se te ocurrió, teniendo conocimiento y madurez, que “También yo he de morir y no puedo evitar la muerte. Voy a aprovechar para realizar buenas acciones con el cuerpo, la palabra y el pensamiento”?».

«No, venerable señor, no caí en ello. Fui negligente, venerable señor».

«Entonces, el rey Yāma dice: “Por negligencia, buen hombre, no hiciste el bien con el cuerpo, la palabra y el pensamiento. Así pues, ahora serás tratado como corresponde a tu negligencia. Tu mala acción no la hizo ni tu madre ni tu padre, ni tus hermanos, hermanas, amigos o compañeros, ni tus familiares, ni los dioses, ni ascetas o brahmanes, sino que solamente tú has hecho esta mala acción, y eres tú quien deberá recoger su fruto”».

(AN 3:35; I 138-140)

Notas:

1. El rey Pasenadi era el soberano del estado de Kosala, cuya capital era Sāvatthī. Jetavana, el bosque del príncipe Jeta, era conocido también como la Arboleda de Anāthapiṇḍika, porque el acaudalado filántropo Anāthapiṇḍika lo compró y lo ofreció al Buddha. Los Nikāyas describen a Pasenadi como a uno de los más devotos seguidores del Buddha, aunque nunca parece alcanzar ningún estado de realización espiritual. Un capítulo entero del Saṃyutta Nikāya –el Kosalasaṃyutta (capítulo 3)– rememora sus conversaciones con el Buddha.

2. Cuando el Buddha habla del Arahant no describe su destino como «envejecimiento y muerte», sino como una mera descomposición y desecho del cuerpo. Esto se debe a que el Arahant, estando libre de todas las nociones de «yo» y «mío», no concibe la decadencia y la disolución del cuerpo como el envejecimiento y muerte de un «yo».

3. Devadūta. Según la leyenda, mientras el Bodhisatta era todavía un príncipe que vivía en palacio, se encontró a un hombre viejo, a un hombre enfermo y a un cadáver, visiones que nunca antes había tenido. Estos encuentros sacudieron su complacencia mundana y le estimularon a buscar un camino hacia la liberación del sufrimiento. Los comentarios dicen que estas tres figuras eran divinidades encubiertas, enviadas con el fin de despertar al Bodhisatta en su misión. De aquí que la vejez, la enfermedad y la muerte sean llamadas «mensajeros divinos».

4. Yama es el dios legendario del submundo. Él dicta sentencia a los muertos y les asigna su destino futuro. Según algunos relatos, lleva a cabo esta operación sosteniendo ante los espíritus difuntos un espejo en el que se reflejan las buenas y malas obras de aquellos.

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