Creatividad y despertar sexual: ¿Qué relación gestaron las grandes artistas y escritoras del siglo XIX?

La escritora estadounidense Naomi Wolf estudió diversas biografías y obras de grandes artistas, escritoras y revolucionarias mujeres de los siglos XVIII, XIX y principios del XX, analizando la relación entre su sexualidad y su proceso creativo. El resultado de su investigación se encuentra en su libro Vagina.

Entre otras autoras, Naomi Wolf estudió a Mary Wollstonecraft, Charlotte Brontë, Elizabeth Barret Browning, George Sand, Christina Rossetti, George Eliot, Georgia O’Keeffe, Edith Wharton, Emma Goldman y Gertrude Stein.

Muchas de las mujeres que escribieron entre 1850 y 1920 hablaban sobre aspectos de la experiencia sexual femenina que a menudo sugerían claramente una conexión entre el despertar sexual y el despertar creativo. Durante esta revolución presexual, escritoras anteriores a la segunda ola feminista, tales como la poeta lírica británica de la época victoriana Christine Rossetti, la novelista americana de final del siglo xx Kate Chopin, y la escritora de memorias francesas de los años treinta, Anaïs Nin, escribieron sobre la pasión sexual femenina como si se tratara de una fuerza incontenible, capaz de acabar con la voluntad y el dominio del individuo. Con frecuencia, parecía que dichas escritoras relacionaban el autoconocimiento o despertar sexual de las mujeres con la aparición o surgimiento de otros aspectos de la creatividad y la identidad femeninas. A diferencia de las escritoras y artistas posteriores a la década de 1960, estas nunca describieron la sexualidad femenina como algo “simplemente” relacionado con el placer físico. 

Descubrí otra cosa bastante sorprendente: a pesar de que los comentaristas misóginos habían dicho muchas veces que las mujeres brillantes no podían ser sexis –desde la época medieval ha habido diferentes versiones de bluestocking intelectualmente brillantes y sin atractivo sexual–* y que las mujeres muy sexuales carecían de cerebro, las biografías de numerosas artistas creativas venían a decir justamente lo contrario. Es frecuente en la vida de muchas mujeres escritoras, revolucionarias y artistas que una relación sexual particularmente liberadora –o indicios de autodescubrimiento sexual, incluso si la artista no tenía pareja– preceda a un exuberante período de expansión creativa e intelectual en su obra. Y, a juzgar por sus cartas privadas, vi que algunas de las mujeres más creativas y más “libres” desde un punto de vista intelectual y psicológico de aquella época–desde Christina Rossetti hasta George Eliot, Edith Wharton, Emma Golden y Georgia O’Keeffe– eran también, desde luego, mujeres notablemente apasionadas y sexuales.

* Referido a las intelectuales de finales del siglo XVIII pertenecientes a la Blue Stocking Society (N. de la T.).

George Eliot describía a su heroína Maggie Tulliver, en El molino de Floss (1860), «lanzándose bajo el seductor mandato de deseos ilimitados»[1]. Según su comentarista, la novelista A.S. Byatt, la propia Eliot, «también tenía miedo de llegar a ser demoníaca a causa de su naturaleza apasionada...». En una carta a unos amigos suyos, Eliot escribió sobre su propio miedo a llegar a consumirse en sus sensuales deseos: «Anoche tuve una horrible visión de mí misma en la que me convertía en un ser mundano, sensual y diabólico...»[2].

La poeta Christina Rossetti escribió con exquisitez sobre los tormentos de la tentación sensual femenina: la heroína de «El mercado de los duendes» (1859), Laura, «se sentó con un anhelo apasionado / Y los dientes le rechinaron resistiendo al deseo, y lloró / como si su corazón fuera a partirse...». Por el contrario, Lizzie, la hermana de Laura, tras haber comido “fruta de los duendes”, se intoxica y evidentemente se vuelve adicta a ella queriendo siempre más: Lizzie llora: «Abrázame, bésame, sorbe mis jugos / que he exprimido de la fruta de los duendes para ti / pulpa de duende y rocío de duende. / Ella la besó y la besó con una boca hambrienta». El “perverso y pintoresco comerciante de fruta” en «El mercado de los duendes» exprimió la fruta de las dos niñas, que era «como miel para la garganta / pero veneno para la sangre».[3]

La joven pintora Georgia O’Keeffe escribió al objeto de su amor, Arthur Whittier McMahon, en 1915: «Es tan extraño... no darme... cuando lo deseo. Es magnífico dar amor...». O’Keeffe, vinculando el entusiasmo de una nueva incursión en la abstracción con el entusiasmo de pensar en besar a un hombre, escribió al fotógrafo Paul Strand, cuya relación sexual con la artista coincidió con un período de un espectacular crecimiento artístico de esta: «Después el trabajo... Sí, amaba el trabajo... Y te amo a ti, quería rodearte con mis brazos y besarte intensamente... Fue gracioso que ni siquiera llegara a tocarte cuando tanto lo deseaba... Llévame algunas noches contigo al Drive... ¿lo harás?». Su biógrafo indica que ella terminó la carta “provocadoramente”, refiriéndose al Riverside Drive, adonde iban los amantes por la noche en busca de oscuridad.[4]

Georgia O'Keeffe, Inside Red Canna, 1919.

«Para muchas de estas creativas artistas, el evidente despertar sexual y la súbita oleada creativa representaban momentos clave en sus vidas»

—NAOMI WOLF

Parecían fundirse el uno en la otra y al parecer daban paso a una fase de trabajo que alcanzaba un grado de profundidad y energía superior al que tenía la fase de trabajo inmediatamente anterior en sus oeu­vres. Era como si esos arcos de logros      –los “puntos altos” creativos que alcanzaban– apoyasen aún más mi creciente convicción de que las mujeres experimentan la vagina como algo integral al núcleo del yo, y que también puede servir como detonante o puerta de entrada a un despertar de la sensibilidad que, en momentos afortunados, puede fusionar lo creativo y lo sensual.

Las escritoras, a menudo, describen tales momentos de despertar sexual como una especie de neblina que desaparece y que incrementa el sentido del yo femenino. En sus cartas privadas describen muchas veces el asombroso y embriagador descubrimiento del yo a través del catalizador del amor sexual que están experimentando. Hannah Arendt escribió a su amado Ernst Blucher después de haber empezado su relación amorosa, una relación descrita como «intensamente intelectual e intensamente erótica» para una joven que hasta entonces no había sido especialmente física: «Por fin sé lo que es la felicidad [...]. Todavía me parece increíble que haya logrado ambas cosas: un gran amor, y un sentido de identidad con mi propia persona. Y sin embargo, tengo una a partir de haber tenido la otra».[5]

«A menudo, por mucho que sufran a causa de su pasión, las heroínas de estas escritoras se niegan a arrepentirse del despertar sexual que ha provocado su sufrimiento»

—NAOMI WOLF

En la novela de Kate Chopin de 1899, The Awakening, Edna Pontellier dice que: «entre las sensaciones contradictorias que la abrumaban, no se hallaban ni la vergüenza ni el remordimiento».[6]

Las cartas y las novelas de Edith Wharton, en particular, me estimularon a seguir aquella línea de investigación. Durante la mayor parte de su vida adulta, Wharton estuvo casada con Teddy Wharton, un diletante convencional perteneciente a la clase alta, un hombre nada apropiado para ella. Según las palabras de la propia Wharton, y también de otras personas, su vida sexual en común era casi inexistente. Pero en 1908, Edith experimentó un espectacular despertar sexual cuando inició una relación, al margen de su matrimonio, con Morton Fullerton, un periodista bisexual, atractivo, seductor y provocativo.

Edith Wharton

En las cartas de amor que Edith le escribía, publicadas por primera vez en la década de 1980, se refiere a ese despertar sexual como una amenazadora disolución de su yo, una pérdida de control. Escribe Edith –en francés, que es la lengua que utiliza para tratar sobre el placer sexual– que sus caricias la dejan “sin voluntad”: je n’ais plus de vo­lonte.[7] Habla acerca del amor sexual de Fullerton como de un “narcótico”, una metáfora cuyo eco resuena también en otras escritoras del mismo período. (Edna Pontellier, en The Awakening [1899], también describe las caricias de su amante como “un narcótico”, una metáfora cada vez menos frecuente después de que la segunda ola de la década de 1970 considerase políticamente incorrecto el reconocimiento de la dependencia percibida de las mujeres respecto de los hombres).[8]

En una carta, Wharton describe una conversación con Fullerton en la cual, después de haberle expresado el efecto que ha tenido sobre ella haber llegado a tener orgasmos, él le responde que escribirá mejor como resultado de aquella experiencia. Resultó que Fullerton tenía toda la razón: Edith Wharton escribió lo mejor de su obra tras su despertar sexual. Curiosamente, La casa de la alegría, publicado en 1905, prácticamente no contiene lenguaje de pasión física en relación con los personajes femeninos, por lo que sus lazos afectivos y motivaciones parecen incompletos.[9] La represión está bien expresada, pero no la satisfacción. Sin embargo, la pasión sexual femenina, adoptando múltiples formas, impregna sus obras Estío (1917) y La edad de la inocencia (1920).

A partir de 1908-1910, la prosa de Wharton se enriquece y se hace más táctil; el mundo del placer y de los sentidos penetra en su obra de forma más plena, lo mismo que un sentido del anhelo femenino de éxtasis, de vida y de sensación a cualquier precio –un sentido que, en aquel momento, era necesariamente trágico–. El tema de la mujer a la que su propia sexualidad la transforma y la despierta –y a la que no le importan las consecuencias, aunque sufra por ellas– es constante en la ficción de Wharton a partir de 1908-1910.

Naomi wolf.

Estudié las biografías de estas y de otras grandes mujeres artistas, escritoras y revolucionarias desde los siglos XVIII y XIX hasta principios del XX: Mary Wollstonecraft, Charlotte Brontë, Elizabeth Barret Browning, George Sand, Christina Rossetti, George Eliot, Georgia O’Keeffe, Edith Wharton, Emma Goldman y Gertrude Stein; en todos los casos, mujeres cuyas vidas, cartas y decisiones, aunque supusieran un gran riesgo o peligro para ellas, revelaban su intensa y a menudo apasionada naturaleza sexual.[10]

Dentro del círculo, ahora más amplio, de mujeres artistas, escritoras y revolucionarias, aparecía una vez tras otra la misma secuencia: el florecimiento sexual iba seguido de una oleada de inspiración y visión creativas. A menudo se observa un cambio de perspectiva cronológica en esas escritoras, artistas y revolucionarias: de repente su paleta de colores se amplía, o aparece ante su vista la posibilidad de un mundo diferente.

George Eliot empezó a escribir su primera obra de ficción importante, Escenas de la vida clerical (1857), justo después de haber iniciado su relación ilícita con su amante George Lewes. Georgia O’Keeffe, tras iniciar una relación altamente erótica con el fotógrafo Alfred Stieglitz, no tardó en dar comienzo a su audaz experimentación con las formas y los colores, representada en sus pinturas de flores, y revolucionaria para su época. Sus propias palabras, cuando escribió a Stieglitz en 1917 relacionando el entusiasmo artístico con la excitación sexual, fueron estas: «Me da la sensación de que tengo mucho que hacer –mucho– y solo una cosa que pintar. Es la bandera que veo flotar, una bandera de color rojo oscuro, temblando en el viento como mis labios cuando estoy a punto de llorar... [...] Veo también una línea fuerte y firme... –la dentadura– bajo los labios...

»Buenas noches. Me duele el pecho y estoy muy cansada, no he podido dormir ni comer debido a la excitación que siento aquí debajo –y me duele... me pregunto... me doy cuenta...».[11]

La radical crítica de Emma Goldman contra las normas sociales se intensificó agudamente tras el comienzo de su relación pasional con Ben Reitman en 1908. También Goldman adoptó posiciones que comportaron su arresto. Típico de alguien inspirador como Reitman, no solo sedujo a Goldman, sino que además le ofreció su “sala para vagabundos” para que cuando no dispusiera de otro lugar, pudiera dar allí sus conferencias. Cuando Gertrude Stein conoció a Alice B. Toklas y empezaron a vivir juntas –relación que permitió a Gertrude explorar su propia vida interior como amante de mujeres–, su obra dio un salto adelante tanto en lo concerniente a experimentación como en términos de sensualidad.

Emma Goldman. 

Incluso escritoras actuales establecen a veces esta conexión, en ocasiones con un grado de detalle sorprendente. En «Una conversación con Isabel Allende», la periodista Melissa Block, responsable de la entrevista para la Radio Pública Nacional realizada el 6 de noviembre de 2006, le preguntó a Allende sobre la génesis del logrado personaje español del siglo XVII, Inés Suárez, la heroína de la novelaInés del alma mía: «La primera frase salió de mi matriz –respondió Allende, tal vez ante la estupefacción de su interlocutora–, no salió de mi cabeza, sino de mi matriz. La frase decía así: “Soy Inés Suárez, una vecina de la leal ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura, en el reino de Chile”. Y eso era lo que sentía. Sentía que era ella y que solo podía contar aquella historia a través de su voz».[12]

«En las biografías que he leído, el amante suele ser una figura que actúa como inspiración y que, lejos de ser siempre una pareja en el sentido formal, muchas veces es un hombre o una mujer que respetan intelectualmente a la artista creativa o revolucionaria, conmoviéndola a la vez desde un punto de vista erótico» 

—NAOMI WOLF

Según parece, en muchas de las grandes artistas, escritoras y revolucionarias el despertar sexual coincidió con apuestas arriesgadas en otros ámbitos: sociales y artísticos, así como con otros tipos de despertares: en lo profesional, en la expresión y en la capacidad creativa.

Empecé a preguntarme: ¿tal vez haya alguna relación que no percibimos entre libertad y creatividad, y un despertar de la naturaleza más apasionada de la mujer? ¿Es posible que algo más profundo ocurra aquí?

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Notas:

1. George Eliot, The Mill on the Floss. Londres: Penguin Classics, 2003, pág. 338.  

2. Ibíd., pág. 573.

3. Christina Rossetti, «Goblin Market», Poems and Prose. Oxford: Oxford World’s Classics, págs. 105-19.

4. Hunter Drohojowska-Philp, Full Bloom: The Art and Life of Georgia O’Keeffe. Nueva York: W. W. Norton, 2004, págs. 115, 135; Sarah Greenough (ed.), My Faraway One: Selected Letters of Georgia O’Keeffe to Alfred Stieglitz, vol. 1, 1915­1933. New Haven, CT: Yale University Press, 2012, págs. 127 y 217.

5. David Laskin, Partisans: Marriage, Politics and Betrayal among the New York Intellectuals (Nueva York: Simon and Schuster, 2000), pág. 151.

6. Kate Chopin, The Awakening and Other Stories. Oxford: Oxford University Press, 2000, pág. 219.

7. Hermione Lee, Edith Wharton. Nueva York: Alfred A. Knopf, 2007, pág. 327.

8. Chopin, The Awakening, pág. 82.

9. Edith Wharton, The House of Mirth. Nueva York: Barnes and Noble Classics, pág. 177.

10. Gordon Haight, George Eliot: A Biography. Oxford: Oxford University Press, 1978, págs. 226-280; Greenough, My Faraway One, pág. 216; Candace Falk, Love, Anarchy and Emma Goldman: A Biography. New Brunswick, NJ: Rutgers University Press, 1990, pág. 66.

11. Greenough, My Faraway One, págs. 56-57 y 217.

12. Isabel Allende, Inés of My Soul. Nueva York: HarperPerennial, 2006, pág. 8.

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