Una guía evolutiva hacia la felicidad por Bill von Hippel, autor de 'El salto social'

En su libro El salto social, William von Hippel, doctor en psicología social por la Universidad de Michigan y profesor de psicología en la Universidad de Queensland (Australia), se pregunta por aquello que aporta felicidad a los seres humanos a través del proceso evolutivo. En este fragmento del libro, aborda temas como la descendencia, el consumo o la vivencia de experiencias como diversas formas de lograr la felicidad, aunque no por realizar ciertas acciones la alcancemos de manera completa.

La evolución depende, ante todo, de la reproducción; sin embargo, este hecho ha producido dos malentendidos. El primero es que hemos de tener hijos propios para transmitir nuestros genes. De hecho, también tendremos éxito en términos evolutivos si mejoramos el éxito reproductivo de nuestros familiares. Las presiones evolutivas pueden llevar a la gente a ser un buen tío o tía del mismo modo que un buen padre o madre, y el resultado es en gran medida el mismo. Ayudar a sobrinos y sobrinas garantiza que copias de los genes de los tíos y tías tendrán mejores opciones de transmitirse a la siguiente generación.

El segundo malentendido es la extendida creencia de que la evolución nos ha dado el deseo de reproducirnos. Que se base en la reproducción no implica que los seres humanos hayan desarrollado el deseo de tener hijos.

Hasta hace muy poco en nuestra historia evolutiva, desconocíamos que las relaciones sexuales creaban niños, por lo que la evolución no habría logrado nada otorgándonos el deseo de tener hijos. Más bien la evolución nos ha dado un fuerte deseo de mantener relaciones sexuales, y luego (al ser una especie que requiere del cuidado de los progenitores) nos hace tender a sentir afecto por los hijos nacidos.

Al desarrollar el deseo sexual más la crianza hemos llegado al mismo resultado que si hubiéramos desarrollado el deseo de tener hijos y supiéramos cómo producirlos. Esta combinación de deseo sexual y voluntad de cuidar a los descendientes funciona en nosotros y en cualquier otro mamífero (o al menos en el resto de mamíferos hembras; el cuidado biparental no es muy común en nuestros primos peludos).

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Podríamos argumentar que el deseo sexual en ausencia del deseo de tener hijos es ineficaz, y de hecho lo es. Los seres humanos (y otros primates) practican mucho sexo «inútil» que seguramente no desemboca en la reproducción. Sospecho que la evolución de las manos fue seguida, a los 45 minutos, por el invento de la masturbación, imposible con pezuñas y muy arriesgada con garras. Sin embargo, siempre que practiquemos el tipo de actividad sexual reproductiva, el coste en energía malgastada del sexo no reproductivo tiende a ser bajo.

Debido al papel central del sexo en la reproducción, la actividad sexual frecuente (especialmente si la mantenemos con alguien que nos gusta) es una clave para una buena vida. Pero la actividad sexual frecuente es insuficiente para el éxito reproductivo y, por lo tanto, insuficiente para una vida feliz. El largo periodo de dependencia en la infancia humana dicta que la paternidad también es muy importante para la reproducción. De hecho, los hijos son tan difíciles de criar que los padres apenas bastan, y por eso la evolución inventó a los abuelos.

Como afirmo en el prólogo de El salto social, Lahdenperä y sus colegas descubrieron que nuestros ancestros tenían más probabilidades de sobrevivir a la infancia y que las madres eran más propensas a tener hijos en rápida sucesión si contaban con la ayuda de una abuela.

¿Cómo la evolución creó a las abuelas? Al evitar que las mujeres tuvieran más hijos propios cuando aún les quedaba mucha vida, la evolución les dio la oportunidad de centrarse en sus nietos más que en sus hijos.[1] Por esa razón, las mujeres humanas desarrollaron la menopausia.

Figura 1: Longevidad femenina y fertilidad en diversos primates. (Alberts et al., 2013).

Como podemos apreciar en la figura 1, cuando Susan Alberts y sus colegas, de la Universidad Duke, compararon a los humanos con otros primates, descubrieron que entre nuestros primos primates somos únicos en cuanto a la tendencia femenina a sobrevivir a la fertilidad.

El resto de simios y monos en el gráfico se sitúan cerca de la línea diagonal, lo que indica que son fértiles hasta su muerte. Por ejemplo, las hembras chimpancé pueden tener crías, a lo sumo, en torno a los 40 años de edad, que es también la edad máxima que suelen vivir. El ejemplo humano procede de los cazadores-recolectores !Kung, que apenas tienen acceso a la moderna atención médica y que, por lo tanto, nos ofrecen una mejor comprensión de cómo vivían nuestros ancestros en comparación con los seres humanos que viven en países industrializados. Aquí descubrimos que la edad más tardía a la que las mujeres !Kung dan a la luz es a los cuarenta y pocos años, pero tienden a vivir más de 70. Si no hubiera necesidad de los cuidados ofrecidos por los abuelos, sería un extraño mecanismo evolutivo que las mujeres sobrevivieran a su fertilidad por un margen tan amplio. (Recordemos que la evolución no se preocupa por la supervivencia en sí misma).

Criar y educar a nuestros hijos y nietos es una importante fuente de satisfacción en la vida. Esto no quiere decir que hayamos evolucionado para disfrutar de cada momento que pasamos con ellos —cuando mis hijos eran pequeños, los lunes por la mañana y vámonos-a-la-escuela tardaban en llegar—, pero quiere decir que nos inunda una gran satisfacción al ver que nuestros hijos tienen éxito en la vida. Unos pocos minutos en la ceremonia de graduación del instituto o en la boda de los hijos ofrece una amplia demostración de este hecho.

Este punto puede parecer sexista, pero como he examinado en el capítulo 4 de El salto social (el capítulo 4 es Selección sexual y comparación social), las mujeres tienen que realizar una inversión biológica obligatoria de mayores dimensiones a la hora de engendrar y criar a los hijos. En consecuencia, es probable que criar a los hijos (y a los nietos) juegue un papel mayor en la satisfacción de las mujeres que de los hombres. Sin embargo, tanto a hombres como a mujeres les interesa facilitar la supervivencia de la descendencia y la de sus parientes, por lo que cuidar de la próxima generación de nuestra familia probablemente también es una importante fuente de felicidad para todos. Esto no quiere decir que las tareas cotidianas relacionadas con la crianza de los hijos sean divertidas, pues a menudo no lo son, pero saber que has hecho lo correcto por tus hijos es una gran fuente de satisfacción vital.

Hasta aquí, esta receta para la felicidad, mantener relaciones sexuales y criar bien a los hijos, probablemente le parezca una obviedad a cualquier observador. Pero la reproducción es algo más complicado que eso, y también lo son sus implicaciones para la satisfacción vital. Para empezar, uno de los aspectos más complicados de la reproducción humana es encontrar a la pareja adecuada. Elegir a una pareja a largo plazo requiere la capacidad para predecir tus preferencias en el futuro, y solo necesitas pensar en tu anterior forma de vestir o en un antiguo corte de pelo para descubrir lo difícil que resulta esta tarea. De hecho, cada semana voy al mercado y me esfuerzo por predecir qué racimo de plátanos madurará antes, una tarea decididamente más fácil que predecir si Courtney o Kim me seguirán interesando los próximos 40 o 50 años.

La dificultad de este problema de predicción se exacerba en una especie como la nuestra, que forma parejas duraderas, ya que el emparejamiento es una decisión mutua. Si fuéramos ranas cantoras de Australia (una rana que existe de verdad), entonces todas las hembras podrían emparejarse con el macho más deseable, porque su papel en el proceso apenas va más allá de fertilizar los huevos. Pero como trabajamos juntos para criar a nuestros hijos, no es posible que la mujer se empareje con el hombre más deseable, y viceversa.

Por el contrario, los compromisos resultantes impuestos por la disponibilidad limitada y la decisión mutua exigen que intercambiemos unos aspectos predilectos por otros, y es evidente que personas diferentes realizan intercambios distintos al elegir pareja. A mí me puede importar más la bondad y a otra persona, más los valores compartidos, y otro tal vez sienta predilección por la inteligencia, la belleza o el dinero.

La mejor manera de resolver el problema de la reciprocidad es ser tan deseable como sea posible, pues esto aumenta las oportunidades de que aquel a quien amas te ame a su vez. Por esta razón, la evolución nos motiva para mejorar nuestro atractivo y conservar a la persona con quien queremos mantener relaciones sexuales y tener hijos. En otras palabras, intentamos ser lo que el otro sexo está buscando.

Lo que el otro sexo busca puede parecernos uno de los Grandes Misterios de la Vida, pero en realidad no es tan misterioso. Hombres y mujeres coinciden en muchas cosas en este sentido; la bondad y la generosidad están en la cima de las preferencias, y tener atractivo y ser divertido e inteligente tampoco hace daño. Sin embargo, como señalé en el capítulo 4, no basta con ser inteligente o sexy.

Es fundamental ser más inteligente o sexy que quienes están alrededor, o seguiremos siendo la última opción. Todos nuestros atributos son relativos. Eso no significa que tengamos que destacar en todos los campos, pero sí que hemos de sobresalir en las áreas en las que gozamos de las mejores perspectivas.

En mi propio caso, mi metro y medio de altura, junto a mi salto vertical de 20 centímetros, significan que mis perspectivas como jugador de baloncesto son muy pobres, por lo que nunca me he esforzado mucho en este deporte. Sin embargo, mi posible rendimiento en tenis era mejor, lo que me llevó a practicarlo un poco más en un (fracasado) intento por mejorar.

Es importante tener presente que no buscaba la excelencia en el juego para conseguir a la chica (aunque la chaqueta deportiva de la escuela secundaria y todo lo que eso suponía se me pasaran por la mente). Creía que jugaba al tenis porque me gustaba el juego. Sin embargo, en última instancia importa poco cuál creamos que es nuestra motivación. Lo que importa son las consecuencias de nuestras acciones. Si ser un gran jugador de tenis es atractivo para los demás, entonces mi «amor por el deporte» se impondrá, ya que mejora mi éxito reproductivo.

De un modo análogo, el deseo de ser mejores que los demás a menudo se traduce en el deseo de dominar con solvencia un determinado campo. El domino es importante porque una destreza única nos diferencia de los demás y nos hace deseables como pareja. Sin embargo, pretender dominar con maestría un ámbito determinado puede resultar costoso, pues la preocupación subyacente por el estatus relativo puede conducirnos fácilmente a una rutina hedónica, en la que cada logro se desvanece inmediatamente al compararnos con los demás (y pretender superarlos).

Como nuestro ancestro Crag, en cuanto superamos al vecino de al lado, ponemos la vista en el vecino de enfrente. En consecuencia, indicadores del éxito como la riqueza ejercen un efecto trivial sobre la felicidad a menos que podamos compararnos ventajosamente con los demás, lo que sugiere que lo que realmente buscamos es el estatus y no el dinero. Dos series de hallazgos ilustran este punto a la perfección.

Respecto al estatus, la investigación con monos demuestra que cuando se alzan hasta la cima de la jerarquía de estatus, hay un aumento de la sensibilidad a la dopamina (la droga del placer de la evolución) en sus cerebros. Como resultado de este incremento de la sensibilidad a la dopamina, los monos en una posición de liderazgo ya no disfrutan de la cocaína (una droga que inhibe el sistema de la dopamina). Cuando se les ofrece cocaína o agua salada, estos monos no muestran preferencia entre ambas. Por el contrario, los monos que ocupan la parte inferior de la jerarquía de estatus tienen una baja sensibilidad a la dopamina y se convierten en ávidos consumidores de cocaína. Estos datos confirman la idea generalizada de que un estatus elevado nos hace felices, mientras que un estatus bajo nos entristece.

Figura 2: Ingresos reales (controlando la inflación) y satisfacción con la vida en Estados Unidos.

Respecto al dinero, en cuanto la gente sale de la pobreza, la relación entre riqueza y felicidad no es tan fuerte como podríamos pensar. Y lo que resulta más llamativo, si toda la sociedad se enriquece a la vez, el aumento de la riqueza más allá de la pobreza no se traduce en un incremento de la felicidad. Este efecto se observa comparando la satisfacción con la vida y el poder adquisitivo en los últimos 50 años en Estados Unidos (figura 2). Como se desprende del gráfico, un notable aumento en la riqueza real global de la sociedad (por ejemplo, mediante el control de la inflación) no está asociado a un aumento en la felicidad.

Estos datos sugieren que mi home cinema, mi encimera de granito y mi convertible no me harán más feliz a menos que los demás no los posean. En otras palabras, solo quiero poseer esas cosas para quedar por encima de los demás. Además, tanto si lo sé como si no, la razón por la que quiero alzarme hasta la cúspide de la jerarquía es para tener más oportunidades de conseguir la pareja que realmente deseo. La televisión, la encimera y el coche son trivialidades, pero como no lo sé me paso el tiempo codiciándolos, trabajando para adquirirlos y, por último, perdiendo el interés en ellos.[2]

Por desgracia, salir de este curso hedónico no es tarea fácil. Millones de años de selección sexual han grabado la preocupación por el estatus en los niveles más profundos de nuestra psique, por lo que desactivarlos o ignorarlos nos resulta prácticamente imposible. Sin embargo, ser conscientes del problema probablemente nos ayuda, sobre todo si permite centrar nuestra atención en otros aspectos de nuestra vida que tienen el potencial de ofrecernos una felicidad duradera. Estar atentos también puede ayudarnos a ser mejores padres o amigos.

Quizá no seamos conscientes de nuestro propio estatus subyacente cuando almorzamos con el jefe, o intentamos mejorar nuestra forma de jugar al tenis, pero estamos dotados con la capacidad de ver a través de los demás. Cuando vemos a amigos y familiares angustiados por compararse con los demás, podemos ser un poco más empáticos con sus inseguridades en lugar de preguntar por qué se preocupan tanto por lo que otros tienen y hacen.

Ignorar nuestro arraigado deseo de estatus tal vez resulte imposible, pero una solución es gastar dinero en actividades y no en bienes materiales: comprar cosas que podamos hacer y no tanto poseer. Si usted es como yo, esta posibilidad le parecerá contraproducente, sobre todo porque las experiencias caras parecen autocomplacientes. Recuerdo sentirme culpable en la universidad cuando decidí gastar mis ahorros en irme a esquiar a pesar de que mi único sofá lo había encontrado en la calle. Incluso al partir hacia el aeropuerto no dejaba de preguntarme si los muebles no serían una compra más útil y duradera que un viaje a Aspen. Sin embargo, resulta que fue exactamente al revés: el viaje para esquiar resultó ser más duradero que un sofá. Fui a esquiar en 1987 y, cuando pienso en ello, mis amigos y yo celebramos lo bien que nos lo pasamos, y sin duda mi mujer ya habría tirado el sofá desmontable Naugahyde que pensaba comprarme en lugar del viaje.

Figura 3: Los efectos de la felicidad de las compras materiales versus experienciales. (Adaptado de Van Boven y Gilovich, 2003).

La investigación de Leaf van Boven y Thomas Gilovich, de Cornell, demuestra que no soy el único en pensar así. Como podemos ver en la figura 3, especialmente cuando la gente pasa de comprar artículos necesarios a adquirir lujos, las compras invertidas en experiencias producen más felicidad que las meramente materiales. Esta relación se mantiene incluso cuando el mismo objeto es adquirido por razones materiales (quiero conducir un hermoso coche) versus razones experienciales (me encantaría conducir mi nuevo Jag por sinuosas carreteras comarcales).

La próxima vez que el dinero te pese en el bolsillo, ten presente que las experiencias son una inversión hedónica superior a las compras materiales. Las cosas que poseemos pierden su atractivo en cuanto reconfiguramos nuestros objetivos de estatus, pero las cosas que hacemos se convierten en parte de nosotros.

Las experiencias positivas nos ofrecen historias que contar a amigos y familiares —nuestros recuerdos más importantes— y siguen aportándonos satisfacción mucho después de que la experiencia haya concluido.

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Notas:

  1. Recordemos que en aquella época las mujeres no tenían control sobre su fertilidad.

  2. No estoy diciendo que tengamos un gran deseo de destacar, cosa que no es cierta. Queremos adaptarnos, pero adaptarnos en la jerarquía del grupo, no en la base.

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