Urgencia de asombro: Desaliento pandémico e intuición mística. Por Héctor Sevilla
Héctor Sevilla es Doctor en Filosofía, Miembro de la Sociedad Académica de Filosofía en España, de la Asociación Filosófica de México y de la Academia Mexicana de Ciencias. Profesor e Investigador de la Universidad de Guadalajara. Ha publicado más de 100 artículos en revistas y 14 libros. En Kairós ha publicado Espiritualidad filosófica (2018) y Asombro ante lo absoluto (2021).
Para quienes aún son capaces de asombrarse
Todos hemos sentido alivio tras despertar de una pesadilla, pero ahora vivimos una realidad imposible de eludir. Los más temibles temores se han aglutinado frente a nuestros ojos. Damos vuelta a las páginas de cada día y luego de varios meses la historia continúa. Los alcances de la pandemia han sido devastadores y no parecen diluirse. Demasiadas familias han vivido catástrofes irreparables, otros han presenciado el derrumbe de sus propias fortalezas. Estamos desnudos en hogares que dejaron de serlo, las paredes de nuestra casa no son suficientes para encerrarnos, el sosiego se ha ido, la paz se esfumó.
Cada día persiste el impacto de saber que hay alguien menos y que los que quedan se resquebrajan aún más. No basta impactarse, necesitamos ser capaces de asombrarnos, ir un paso más allá.
Desmenuzar el asombro
Nuestras explicaciones ante lo que sucede son insuficientes e insatisfactorias. Sí, sabemos que presenciamos un suceso que ha marcado la historia de la humanidad, pero no ubicamos el sentido detrás de esto, no resulta claro qué tipo de voluntad lo ha establecido así o qué entidad omnisapiente está de acuerdo con ello. ¿Acaso existe una explicación metafísica para esta angustia? ¿Qué hay que no estamos viendo?
No basta con saber cómo nos daña el virus, es oportuno preguntarnos por el motivo de su presencia. No solo se trata de ver los hechos lamentables, sino de asombrarnos ante el abismo de las preguntas que permanecen sin respuesta. ¿Cómo hacer que esta situación sea plataforma de una experiencia transpersonal? Ya no resulta satisfactorio que nos presenten un buffet de dioses para consolarnos. ¿Dónde estaban cuando le faltó un tanque de oxígeno a algún familiar? ¿Quién de ellos se presentó en el momento en que expiró el padre, la madre, o ambos? No hay consuelo metafísico si se inicia con una imagen predeterminada de la deidad. Necesitamos mirar más allá, justo al sitio vacío en el que el abismo se vuelve absoluto. De ahí el asombro.
El asombro es una vivencia que se desprende de la incertidumbre ante algo. El peligro actual es someterse al vaivén desolador. Pensamos que no hay motivo para tratar de contactar con algo más allá de nuestros ojos, así que hemos caído, uno a uno, oprimidos por la depresión, la desesperanza o el desánimo.
La frustración no nos permite explorar entre los restos del derrumbe. Hemos dejado de asombrarnos porque las sombras han devorado la luz, pero de la vivencia del asombro puede derivar una especie de intuición de lo absoluto. Lo no sabido, lo no entendido y lo no expresado conjuntan la dimensión de lo aún no penetrado.
Las ideas sobre la divinidad que presentan las religiones no explican lo absoluto. Ese infinito abismo no se delimita a las instituciones, existe de suyo, no necesita ser visto o llamado con un nombre, no se encuentra en un mundo distinto o un espacio alterno. Se encuentra aquí mismo, en el tormento desgarrador, en el grito sin esperanza, en los planes rotos, en las lágrimas y el sollozo.
Lo absoluto no está frente a nosotros, nos envuelve. No asombrarse ante ello es perder una gran oportunidad. Quien se asombra se vuelve testigo. Si bien no podemos explicarnos todo, sí podemos intuir lo que está fuera de nuestro alcance. Lo absoluto no se somete a ninguna ideación de lo que es Dios, no se circunscribe a las figuraciones comunes respecto a su omnipotencia. Contemplar lo absoluto es mantenerse ajeno al balbuceo de nuestro alcance teológico. La epidemia continúa, pero no debe infectar nuestra opción de reconectar.
Lo absoluto es eso en lo que todo esto queda sublimado. Las explicaciones religiosas no son suficientes para tranquilizarnos ante la ansiedad de la incertidumbre. Necesitamos fluir en el ámbito de lo inexplicable, sin miedo ni reservas. Se han roto esperanzas, pero el presente nos encara sin piedad. No se trata de ser fuertes, sino de aceptar el misterio, de ser místicos activos, de avanzar con consciencia.
Solemos asombrarnos ante un gran paisaje, una magna sinfonía, un estruendoso silencio, algún goce corporal o una vibración interna singular. El asombro no se genera por lo que vemos, sino a través de ello; no es algo sensorial, supera lo que captamos, se oculta ahí. Los sueños reveladores, las visiones extrasensoriales e intuiciones involuntarias nos aportan un vistazo a esa realidad. La vivencia mística también surge del asombro, incluso cuando aquello que percibimos sea tan horrendo como una pandemia en la que han muerto más de dos millones de personas. De la impotencia y la incertidumbre surge el hallazgo de saberse parte de algo más, brota la consciencia de que la propia voluntad es solo una vena que es insignificante si no se adhiere a la fuente de su flujo.
Las actitudes que son detonadas ante el misterio son variadas: 1) supone la emocionalidad de lo divino; 2) aceptar que no se conoce a Dios; 3) suspender el juicio; 4) reconocer la vacuidad; 5) concebir lo transpersonal; 6) recobrar la empatía; 7) educar de manera holística, y 8) expresar el asombro mediante el arte. Cada una de estas actitudes suscita una experiencia personal de lo transpersonal. Abordémoslas.
1. Sentir la emocionalidad divina
La noción del pathos implica la aceptación de un carácter emocional en Dios, una modalidad afectiva en su esencialidad. Algunos consideran que las catástrofes humanas tienen que ver con la ira de Dios.
Ya en su época, Spinoza señaló el error de convertirse en intérpretes emocionales de Dios. La intuición de la emocionalidad divina contiene el riesgo de convertir a Dios en una imagen del hombre. Pensar a Dios como humano, asumiéndolo vengativo, rencoroso o iracundo no hace más que aumentar la ansiedad ante el futuro. Suponer que una entidad sobrenatural nos enseña a partir del sufrimiento implica restarle la opción de contar con mejores alternativas didácticas. ¿La pandemia es voluntad divina? Solo lo asegurará quien crea conocer las emociones de Dios y lo disminuya al nivel de un ser variable y pendular. Quien ve en el coronavirus un castigo divino, mantiene una imagen que podría ser confusa.
2. Aceptar que no se conoce a Dios
Saberse sin conocimientos en torno a lo divino representa un reto. El conocimiento humano es limitado y aquello que no tiene límites no puede ser conocido por completo. ¿Cómo saber que nuestra idea de Dios es Dios?
Elaboramos imágenes de lo divino en virtud de nuestro deseo de relacionarnos con algo que se encuentre más allá de esta miseria, por encima de la depredación cotidiana de unos hacia otros, más allá de cualquier mancha y falsedad y por encima de un virus mortal.
Sin embargo, evitar la pretensión de poseer y controlar a la deidad mediante conceptos y etiquetas nos permite aceptar que “Dios mora en la profunda oscuridad”[1]. Si bien Dios es inalcanzable, persiste una presencia intangible de Dios, en función de que lo absoluto carece de espacio.
Resulta difícil reconocer que no se sabe de Dios, sobre todo si con el supuesto acceso a su identidad se asienta la propia fama o el reconocimiento social. Aquel que acepta que no conoce a Dios no se distrae con supuestos que lo desviarían de ofrecer testimonio mediante sus obras. Si persiste en nosotros la misma idea de Dios que teníamos antes de esta pandemia, quizá necesitemos percibirla de otra manera. No se trata de dejar de creer, sino de experimentar y trascender la creencia.
3. Suspender el juicio
Lo absoluto produce incertidumbre ante el misterio de lo transpersonal. Es preciso captar que algunos saberes espirituales se edifican en elaboraciones ficticias.
Los escépticos hacen honor a lo absoluto porque niegan cualquier afirmación sobre tal. Reconocer el abismo que nos separa de la certeza absoluta es evidencia de cierto despertar.
El escéptico opta por reconocer su no saber, pero ello no lo aleja de cierta intuición de lo absoluto. Quizá su aparente falta de respeto ante lo divino, por no acceder a someterse a un credo particular, represente la antesala de una comprensión transpersonal de mayores alcances: una especie de nihilismo místico que sirve como preámbulo de una ironía que otorga paz. Quien suspende el juicio se atiene a ser distinto de una sociedad que cree saberlo todo.
4. Contemplar la vacuidad
La intuición de lo absoluto conduce al reconocimiento de que no poseemos el control de lo que sucede en el mundo. La soberbia es insostenible cuando se atestigua lo inefable.
El ahogo del presente nos hace constatar que de nada sirven los anteriores sostenes intelectuales, la vacuidad se hace presente. Reconocer nuestra carencia intelectiva constituye un paso importante, pero adentrarse en el abismo de la vacuidad, con toda la incertidumbre que emana, implica un mayor grado de exigencia.
Aquellos que contemplan la vacuidad, quienes reconocen la presencia envolvente de la nada, son tildados de pesimistas por contrariar la dulce armonía de un mundo reverente. Aquel que contempla la vacuidad no se apega a nada, se mantendrá estoico sin afanarse en la vanagloria, logrando cierta libertad y paz. Es honorable encontrar valor incluso en el sinsentido, renunciando a toda dicha o vanagloria. El peligro de este desánimo es que se vuelva insuficiente. Tarde o temprano, algunos desistirán de la nada por considerar que los asfixia y los deja sin sostén.
5. Concebir el espíritu
Concebir un espíritu que se encuentra conectado con todo lo que sucede, asumiendo que los fenómenos se desprenden de una especie de establecimiento metafísico que incide y dirige lo acontecido en el mundo, puede ofrecer un interesante plano geométrico de la humanidad. De ser así, el dolor y el sufrimiento estarían en el plan de la Fuente, tal como la felicidad; nada podría mostrarse independiente al espíritu, ni siquiera lo más horrendo.
Una apreciación similar mostró Séneca cuando explicó el oscuro destino de lo humano y su dependencia categorial a lo divino: “cuando le parezca bien a la divinidad reconstruir todo esto, durante el derrumbamiento universal, como una porción minúscula añadida a la desmesurada catástrofe, nos convertiremos en los elementos primeros”[2]. Según esta perspectiva, todo será exterminado bajo la prevalencia y complacencia del espíritu absoluto.
Goldstein y Kornfield aseveran que “si tenemos miedo a la muerte y al abandono, jamás podremos liberarnos del sufrimiento”[3]. En su interés de aminorar la ansiedad ante la muerte, ambos autores establecieron que “el miedo es la membrana que separa lo nuevo de lo conocido, un interesante indicador de que estamos a punto de abrirnos a algo superior al mundo al que estamos acostumbrados”[4]. Vivimos impotencia ante el enemigo minúsculo que nos daña de manera mayúscula en nuestro organismo. Cabe mantenerse alerta para conocer la puerta de percepción que esa encrucijada nos invita a abrir.
Concebir lo espiritual desde la hondura de nuestras entrañas nos permite apaciguar el hechizo que nuestra mente elabora sobre lo que viene después de la muerte. Adentrarse en tan inhóspito panorama no es tarea fácil, por eso solemos adaptarnos a lo que otros estipulan, sin considerar que ellos mismos no han traspasado la vida como para poder asegurar lo que hay más allá de ella. “¡Cuánta soledad necesitamos para tener acceso al espíritu!”[5].
Acumular conocimientos no nos conduce a concebir lo espiritual, lo cual requiere que reconozcamos que “lo místico es lo crítico conducido hasta su límite”[6]. Los saberes espirituales no están delimitados por lo que se encuentra en los libros, sino que conducen al encuentro de destellos de lo absoluto en lo ordinario. El misterio se ríe de nuestras pretensiones. Pascal tuvo razón al asumir que la grandeza del hombre consiste en saberse miserable [7].
Habitamos un contexto en el que cualquiera puede ser portador del virus que nos robe la vida. No importa que el otro nos ame, puede ofrecernos con un beso el elixir que nos haga fallecer. Concebir el espíritu detrás de esa ironía es un sendero cuya meta es lograr despertar. No es este un tiempo para guardarse el cariño, es prioritario buscar la manera de expresarlo y salir del túnel de la desesperanza inexpresiva. Así, “la eternidad no se encuentra, ni se puede encontrar mañana, ni en cinco minutos, ni en dos segundos. Es siempre ya, Ahora”[8].
El espíritu no es monopolio de la religión, tenemos el reto de aterrizarlo en las formas en que sea posible.
6. Recobrar la empatía
La empatía, entendida como coincidencia con la esencia de otro, va mucho más allá de la sola comprensión de la situación ajena, de la observación de sus estados emocionales o de la especulación sobre los motivos de su conducta. En el encuentro con otros retomamos el camino del autodescubrimiento. La pandemia es un significante, o nos unimos de una vez por todas o reconocemos que jamás lo estaremos.
La empatía no se logra sin esfuerzo. Necesitamos notar la presencia del otro. A pesar de estar convencidos de que conocemos a las personas que nos importan, quizá nos hemos arraigado en la nostalgia de quiénes fueron y no en el contacto con quiénes son ahora.
Necesitamos de mucha pasión para encontrar sentido a los tiempos que vivimos. “Que todo en ti arda, para que el dolor no te vuelva blando y tibio”, solía decir Cioran [9]. La pandemia ha confirmado de manera masiva la sentencia de muerte que recae sobre nuestros hombros al haber nacido. No es algo nuevo, sabemos que moriremos, pero esta especie de zona de guerra en la que se han convertido los hospitales y algunas casas nos golpea el rostro y nos salpica de vulnerabilidad.
El individuo que logre intuir lo absoluto detrás de la penumbra, asombrarse ante lo inefable y vislumbrar lo transpersonal, enseguida será más responsable de sí y de sus conductas con otros. A pesar del desaliento, es posible que resurja nuestro impulso vital y que sea contagiado como soplo de vida en el ánimo abatido de los demás.
Resucitemos la utopía, porque es lo único que nadie puede quitarnos. Nuestra Tierra prometida es la empatía con los que siguen de pie y los que sufren, justo eso nos permite recobrar la noción de formar parte de la humanidad. No existen los salvadores, cada quien debe salvarse, pero no a través de su narcisismo y soledad depresiva, sino mediante una auténtica empatía que conduzca a la solidaridad.
Percibir la muerte de alguien que amamos nos hace sentir inválidos. Parece necesario desconectarse, pero la urgencia verdadera es reconectarse con nuestro estado inicial, antes del tiempo, cuando conformábamos el contenido primigenio que nos involucró en el origen. Venimos del mismo sitio y un destino idéntico nos espera más adelante. Somos seres para la muerte, entidades carnales que se adhieren a un tiempo limitado.
7. Educar en el holismo
La educación holística es un acto testimonial cuando logra centrarse en los alcances que tiene en la vida de los demás. El holismo alude la totalidad y postula que el conocimiento necesita fundarse en una óptica global e integradora. El humano es un ser multidimensional que merece analizarse mediante una visión conjunta. Si los estudiantes encuentran en sus clases un motivo de agobio y estrés, se está perdiendo la oportunidad de construir con ellos la esperanza.
Steindl-Rast afirmó que “el desafío consiste en descubrir qué clase particular de místico es cada uno e inspeccionar donde residen las propias experiencias místicas y explorarlas”[10]. La educación constituye una oportunidad para el desarrollo de la propia mística, entendiéndola como el conjunto de medios y fundamentos para el encuentro (o reencuentro) con lo absoluto. La pandemia nos ha hecho aislar los afectos, no sabemos qué hacer con ellos o cómo expresarlos. Por ello, elegir la vía de educar de manera holística es equivalente a encender una vela en la oscuridad.
La labor educativa es una proeza, un acto de valentía ante la adversidad, un grito de rebeldía. La cosmovisión del docente determina lo que realiza [11]. Los héroes educadores que han afianzado su visión holística deben consolidarla fuera de las aulas, ubicando que la estructura educativa no se restringe a los espacios físicos. Nos corresponde construir significados a partir de la vulnerabilidad, cualquiera que sea nuestro ámbito. Mención especial debe hacerse a quienes se dedican a los servicios de salud y lo hacen de manera empática y comprensiva.
8. Expresar a través del arte
El arte es exposición del misterio. El artista sabe que aquello de lo que es testigo no puede ser expresado en el plano convencional.
El arte es una metáfora de lo inefable, un modo de nombrar aquello que no es cognoscible del todo. En la época del desaliento pandémico, el arte puede ofrecer consuelo, sentido, valor.
Cada artista percibe que su misión se conecta con algo que escapa de su comprensión. La creación artística recrea el mundo, en razón de que lo observado no equivale a lo intuido. En las redes nos condicionan los algoritmos. Las vacunas están sometidas a los dictados de gobiernos y farmacéuticas, pero el artista es soberano al expresarse.
Es común que la vida de los autores se encuentre salpicada de experiencias insatisfactorias que los conducen al borde de su estabilidad. Esta especie de malestar continuo, manifestado en una irreverente aprehensión por expresar su visión, caracteriza los días de quienes son más sensibles. Mientras haya algo por crear, valdrá la pena despertar, incluso en medio del caos.
El asombro ante lo absoluto no es exclusivo de los artistas, así como la experiencia de lo sublime no es propiedad de los religiosos; cada persona es una mecha que puede ser encendida, siempre y cuando se comprenda que “es indigno no percatarse de lo sublime”[12].
Todo está ahí, a la vista, pero no al alcance de la inmediatez.
Los constructores de todas las artes están llamados a ampliar su horizonte, sabiendo que entre el público de sus obras estarán los aún no nacidos, quienes entenderán por su medio lo que ahora vivimos.
Voluntad de asombro
A pesar de las contrariedades, seguirán existiendo constructores de un mundo mejor. Los signos que invitan a la constancia son pocos, pero luminosos.
Lo esencial es mantenerse perseverantes y dispuestos para captar aquello que no es transmisible por completo a través de las palabras, pero que se encuentra en cada signo que coincide con nuestras vidas. Percibamos con atención el tiempo que nos contiene, el suspiro que nos descansa o el abismo que nos conmueve.
Corresponde a cada hombre y mujer disponerse a nuevas maneras de encontrarse a sí y a los demás, tal como esbozar la manera en que el fruto de su propio asombro logrará responder al milagro de habitar este mundo, incluso en medio de una exorbitante pandemia.
Si de verdad existe un orden que delimita la existencia y el sentido de la vida humana, entonces el tiempo que se nos otorga es el que corresponde. Es oportuno contemplar el carácter inevitable de nuestro fin. ¿De verdad hemos nacido para cumplir una misión? ¿Acaso podemos estar seguros de que no la hemos cumplido? Según nuestra perspectiva quizá necesitemos más tiempo, pero suponer que podemos alargar la existencia de acuerdo con nuestra voluntad es tan iluso como pensar que controlamos todo lo que sucede en nuestra vida. Si hemos de seguir viviendo, nos corresponde reconstruirnos. Y es mejor hacerlo tras recuperar la voluntad de asombro.
Notas:
Heschel, Dios en busca del hombre, p. 77.
Séneca, Consolaciones a Marcia, p. 35.
Goldstein y Kornfield, Vipassana,p. 288.
Ibid., p. 301.
Cioran, En las cimas de la desesperación, p. 28.
Pániker, Aproximación al origen,p. 282.
Pascal, “Pensamientos”, sección 1, p. 376.
Wilber, La conciencia sin fronteras, p. 90.
Cioran, El libro de las quimeras, pp. 18-19.
Steindl-Rast, “Consideraciones sobre el misticismo como frontera de la evolución de la conciencia”, p. 138.
González, Educación holística, p. 313.
Heschel, El hombre no está solo, p. 3.
Bibliografía:
Cioran, Emil (2009). En las cimas de la desesperación. Ciudad de México: Tusquets.
Cioran, Emil (2013). El libro de las quimeras. Ciudad de México: Tusquets.
Goldstein, Joseph y Kornfield, Jack (2012). Vipassana. El camino para la meditación interior. Barcelona: Kairós.
González, Ana María (2009). Educación holística. La pedagogía del siglo XXI. Barcelona: Kairós.
Heschel, Abraham (1982). El hombre no está solo. Buenos Aires: Seminario Rabínico Latinoamericano.
Heschel, Abraham (1984b). Dios en busca del hombre. Buenos Aires: Seminario Rabínico Latinoaméricano.
Pániker, Salvador (2001). Aproximación al origen. Barcelona: Kairós.
Pascal, Blas (2012). “Pensamientos”, sección 1, en Pascal (págs. 325-464). Madrid: Gredos.
Séneca (1996). Consolaciones a Marcia. Madrid: Gredos.
Steindl-Rast, Daniel (1985). “Consideraciones sobre el misticismo como frontera de la evolución de la conciencia”. En: Stanislav Grof (coord.) La evolución de la conciencia (págs. 137-169). Barcelona: Kairós.
Wilber, Ken (2007). La conciencia sin fronteras. Barcelona: Kairós.
Para leer más del tema:
Sevilla, Héctor (2021). Asombro ante lo absoluto